Luis Fernández Molina
La única ciudad en el mundo, que se la conoce, indistintamente y con toda propiedad, con dos nombres: Quetzaltenango y Xelajú. El primero es el nombre oficial, pero no veo razón para que el Xelajú no tenga características de “oficial”. La “Gran Manzana”, “la Ciudad Luz”, “La Ciudad Eterna”, “la Ciudad Imperial”, entre innumerables ejemplos, son distintivos, pero meros complementos de un nombre formal; cabe en este grupo llamarla “La Ciudad de Los Altos”. Los propios pobladores prefieren que se hable de “Xela” (valga por una tercera variante) antes que Quetzaltenango; se reconocen como chivos o altenses, tanto como quetzaltecos.
Es que las raíces de esa dicotomía son muy profundas y para localizarlas debemos escarbar en los estratos profundos anteriores a la conquista. A los aliados tlaxcaltecas que acompañaron a los españoles les dio por nombrar o rebautizar cuanto pueblo encontraran en el camino adecuándolo a la lengua náhuatl (¿Acaso no venían como socios de los conquistadores?). De esa cuenta surgen las terminaciones “nango”, “péquez” o “tlán”; así tenemos Zapotitlán, Utatlán (en lugar de Gumarcaaj), Huehuetenango, Chimaltenango, Cuyotenango. También Olintepeque, Sacatepéquez, Coatepeque. En el extenso valle del altiplano había varias poblaciones, una de ellas se arrimaba a las faldas de un volcán que llamaban Lajuj Noj, esto es, de las diez ideas (otros refieren a los diez venados). La ciudad estaba debajo de ese volcán, de ahí el nombre: She Lajuj Noj. Era un cerro sagrado, ceremonial, en cuya cima había un altar; todo ello se destruyó cuando, siglos antes, hizo erupción y se convirtió en el “Cerro Quemado”.
Los españoles se establecieron inicialmente en la población de “Agua Blanca” (unos historiadores agregan “agua amarga”). En esta población construyeron la primera capilla de Centroamérica, en la que se siguen celebrando misas (aunque en forma reducida). A esta ciudad le mantuvieron el nombre: Salcajá. Pero al otro asentamiento lo rebautizaron como Quetzaltenango en vez del nativo Xelajú.
Todo viaje por el altiplano guatemalteco (que no sea de rutina o trabajo) tiene características de un agradable paseo. Los paisajes siguen siendo bellos a pesar de la incontrolable construcción. La carretera está bastante aceptable, salvo el recorrido de los kilómetros 90 al 120. No sería correcto decir que está mal. Está criminal. La carretera está rajada, partida. Me viene a la mente aquello de que no hay peor mentira que la que tenga algo de verdad; aquí digo que no hay peor carretera que la que tenga algunos tramos buenos. Los pilotos se confían y cuando menos se espera aparece un fragmento de concreto levantado que fácilmente destruye la llanta, por no decir el grave daño a todo el tren delantero y la carrocería en general. Bloques estratificados, a veces hundidos, otros levantados en aristas filudas. Realmente es muy preocupante. De las dos pistas de ida, la del lado derecho está destruida; por eso nadie la usa ni para rebasar, no vaya ser que acelerando se tope con uno de aquellos obstáculos. Y se tiene que rebasar del lado derecho porque el transporte pesado y lento, que es el causante del deterioro, transita por el lado izquierdo que es para circulación rápida.
Cuando se anunciaron carreteras de cemento se anticipó una duración mucho mayor que las de asfalto. ¿Qué pasó? No creo que sea cuestión del cemento en sí como de la ejecución y supervisión de obra. Curiosamente, del lado opuesto (de regreso a la capital) está ostensiblemente mejor. Este mismo deterioro –más bien destrucción–, se dio en la autopista a Puerto Quetzal, al punto que ya se licitó una nueva pista. (Continuará).