Cartas del Lector

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Marco Aurelio Emperador de Roma siglo II D.C.
Traducción Antonio Guevara siglo XV.

Mirad, amigo, caso que en todos es dañosa la ignorancia y en cada uno haga falta la sabiduría, mucho más lo es en el príncipe, el cual no se debe contentar con que sepa lo que sabe uno de los sabios, sino que ha de saber todo lo que saben todos, pues es señor de todos. A mi parecer, no se eligen los príncipes por pensar que han de comer más que todos, vestir más que todos, correr más que todos, jugar más que todos, hablar más que todos, tener más que todos, sino con presupuesto que han de saber más que todos.

El príncipe, cuando la sensualidad quisiere desenfrenarle, mire que en su persona ha de estar muy honesto, y debe acordarse sólo de esta palabra. Y es que cuanto es mayor su poderío que todos, tanto ha de ser su virtud mayor que todos. Por cierto, gran infamia es ver a un hombre ser más poderoso que todos los poderosos y más rico que todos los ricos, y por otra parte conozcan todos ser más necio que todos.

Todos los defectos y flaquezas se pueden encubrir en el que gobierna, si no es la ignorancia; porque si es malo, sólo es malo para sí, más la ignorancia en el príncipe es pestilencia que hiere a él, mata a muchos, encona a todos, despuebla los reinos, ahuyenta los amigos, espanta los extraños y finalmente daña a sí y escandaliza a los otros.

Cuando Camilo triunfó de los Galos, el día de su triunfo escribió estas palabras en el alto Capitolio: “¡Oh!, Roma, tú eres madre de sabios y madrasta de necios.” Fueron palabras dignas de tal varón. Si no me engaña mi memoria, por cierto más nombrada fue Roma por los sabios que en ella entraban que por los ejércitos que de ella salían. Los nuestros antiguos romanos más fueron temidos por su saber que no por su conquistar. A los que quedaban rodeados de libros en Roma, y no a los que iban cargados de armas, temía toda la tierra.

Por eso jamás fue vencida Roma, porque si desbarataban sus ejércitos, nunca se agotaban ni acababan sus sabios. No sin lágrimas lo digo, que no ha caído Roma de la cumbre de su estado por falta de armas y dineros para pelear, sino por no tener sabios y hombres cuerdos con que se regir. Nuestros padres lo ganaron como sabios y nosotros sus hijos lo perdemos como simples. Todas las cosas que por los hombres son mucho deseadas se alcanzan con trabajo, se sustentan con congoja y se reparten con enojo. Y la razón de esto es porque no hay cosa tan buena, ni tan amada, que el discurso del tiempo no nos haga o dejarla o menospreciarla o aborrecerla o tener hastío de ella.

Es la vanidad tan vana, y el mundo tan mundo, y los perdidos tan perdidos, que con deseo juvenil, desenfrenados sus deseos, velan muchas veces por alcanzar una cosa y después se desvelan por salir de ella. Y por mostrar más su liviandad, lo que les costó mucho dan a menosprecio; lo que amaban entonces, aborrecen ahora; y lo que con gran fervor alcanzaron, con gran furia lo dejan. Y paréceme que es juicio de los dioses que, pues el que ama se ha de acabar, y lo amado ha de haber fin, y el tiempo en que se ama ha de fenecer; justo es el amor con que se ama haya de acabar. Pero es tan descomedido nuestro apetito, que, en viendo una cosa, la deseamos; y en deseándola, la procuramos; y en procurándola, la alcanzamos; y en alcanzándola, la aborrecemos; y en aborreciéndola, la dejamos; y en dejándola, luego otra cosa procuramos; y procurada de nuevo, la aborrecemos. De manera que cuando comenzamos a amar aquello, acabamos de aborrecer esto, y acabado de aborrecer lo uno, comenzamos a amar lo otro, y finalmente se acaba primero nuestra vida que no nuestra codicia.

No es así de la sabiduría, la cual en el corazón do una vez entra hace olvidar el trabajo con que se alcanzó, tiene por bueno el tiempo pasado, goza con verdadero gozo del tiempo presente, pone hastío de ociosidad, no se contenta con lo que sabe, despierta el apetito a más saber, ama lo que otros dejan y deja lo que otros aman; y finalmente el que es verdadero sabio, holgando en el mundo trabaja, y trabajando en sus libros descansa. Y como de todas las cosas no hemos de decir sino lo que sentimos de ellas, porque de otra manera hablaríamos por parecer ajeno y no por experiencia propia, en este caso digo que, aunque no esperase galardón de los dioses, ni honra entre los hombres, ni memoria en los siglos advenideros, holgaría ser filósofo sólo por ver cuán gloriosamente el filósofo pasa su tiempo.

Pregunto una cosa: cuando mi juicio está ofuscado en lo que ha de hacer; cuando mi memoria está descordada en lo que ha de acordar; cuando mi cuerpo está cercado de dolores; cuando mi corazón está cargado de cuidados; cuando yo estoy sin saber dónde estoy rodeado de mil peligros, ¿dónde me puedo yo mejor hallar que es acompañado de sabios o metido entre los libros? En los libros hallo sabios de quien deprender, hallo esforzados a quien imitar, hallo prudentes para me aconsejar, hallo tristes con que llorar, hallo alegres con quien reír, hallo simples de quien burlar, hallo lo bueno que he menester, y hallo lo malo de que me he de guardar; y finalmente en las escrituras hallo cómo en la prosperidad me tengo de regir y cómo en la adversidad me tengo de valer.

¡Oh!, cuán bienaventurado es el hombre que es bien leído, y muy más bienaventurado si por mucho que sepa se allega a consejo. Y caso que todo esto haya de tener verdad en todos, mucho más es necesario en aquel que es gobernador de todos. Infalible regla es que el príncipe sabio nunca puede ser simplemente bueno, sino muy bueno; y el príncipe ignorante nunca puede ser simplemente malo, sino muy malo. Al príncipe que no es bien afortunado, gran excusa le es la sabiduría para excusarse con su pueblo de todos los reveses que le da la fortuna. Cuando el príncipe es amado de su república y es virtuosa su persona, luego dicen todos cuando no le sucede bien la fortuna: “A nuestro príncipe, si le faltó la fortuna, no le faltó la cordura; y si no fue venturoso en los fines, a lo menos mostróse ser sabio en los medios. Y lo que ahora le negó ventura, otro día se lo tornará su sabiduría.” Y por el contrario, el príncipe que no es sabio, y con esto es aborrecido del pueblo. Por cierto, en los siniestros de fortuna él corre peligro, porque si en las graves cosas le sucede mal, luego dicen que fue por la ignorancia de su persona, o por el mal consejo de su casa. Y si acaso le sucede bien, atribúyenlo no a él bien lo guiar, sino a la fortuna lo permitir; no a la sagacidad que tuvo en los medios, sino a la piedad que tuvieron de él todos los dioses. Pues que así es, el príncipe cuerdo el tiempo que le vacare debe en secreto leer sus libros y en público comunicar y aconsejarse con sabios, y caso que de su desdicha permita que no tome sus consejos, a lo menos cobrará crédito de sabios entre sus vasallos. No quiero más deciros, sino que estimo tanto el saber y al sabio que lo sabe, que si hubiese tienda de ciencia como la hay de mercadería, yo daría toda mi hacienda sólo por lo que deprende un sabio en un día.

Finalmente digo que lo poco que deprendo en una hora, no lo daría por cuanto oro hay en la tierra, y más gloria tengo de los libros que he pasado y de las obras que he compuesto que de las batallas que he vencido ni de los reinos que he ganado.

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