Víctor Ferrigno F.
En un nuevo intento por restaurar el dominio de la vieja política, la represión campea de nuevo. Según datos de la Unidad de Protección de Defensoras y Defensores de Derechos Humanos (Udefegua) entre enero y julio del presente año han sido asesinados 18 defensores de DD. HH., crímenes que hasta ahora siguen en la impunidad y tienen un claro trasfondo político, con visos de conformar una política represiva de Estado, por acción u omisión, como la que imperó durante el Conflicto Armado Interno.
Todas las víctimas son hombres y mujeres que, en el marco de la ley, reclaman derechos que les han sido conculcados. Evidentemente, el Estado de Guatemala no está cumpliendo con el mandato constitucional de garantizar la vida de los ciudadanos, tipificando una política pública por omisión.
Trece de los asesinatos han sido contra ciudadanos que defienden derechos territoriales o de pueblos indígenas; tres eran sindicalistas y dos eran periodistas. Evidentemente, se trata de asesinatos políticos contra diferentes sectores sociales, que están en la primera línea en la defensa de los DD. HH.
Los sectores más afectados son el campesino e indígena, ya que del total seis son integrantes del Comité de Desarrollo Campesino (Codeca) y tres del Comité Campesino del Altiplano (CCDA). Lo anterior reedita la represión que los poderes fácticos locales históricamente ejercen en las áreas rurales, donde se concentra la mayor conculcación de derechos.
La última víctima de esta oleada represiva fue la joven enfermera maya ixil, Juana Raimundo, secuestrada la noche del pasado 27 de julio, quien apareció asesinada al día siguiente con señales de tortura, en Nebaj, Quiché.
La joven enfermera, de apenas 25 años, pertenecía a la Coordinación de Codeca en la microrregión de Nebaj, y recién fue electa integrante del Comité Ejecutivo Municipal del Movimiento para la Liberación de los Pueblos, un partido político en formación. El perfil de la víctima, y las señales de tortura en el cuerpo de la ciudadana Juana Raimundo evidencian que se trata de un crimen político.
El Presidente de la República y del Ministro de Gobernación guarda una inaceptable falta de acción y un intolerable silencio frente a estos crímenes de lesa humanidad, rayando en encubrimiento. Fueron ellos quienes desarticularon la cúpula de la Policía Nacional Civil (PNC) y han despedido a los funcionarios medios que se han opuesto a las ilegalidades y a la falta de transparencia.
Esto ha reducido la capacidad de respuesta de la PNC, dejando en la desprotección a las/los defensores de DD. HH. y líderes del movimiento campesino, indígena y popular, quienes solamente reciben persecución y represión de las fuerzas de seguridad, cuando son criminalizados.
Además, el MP debe investigar las preocupantes denuncias que sindican a los órganos estatales de inteligencia de efectuar espionaje político y persecución a líderes sociales, reeditando las políticas represivas de antaño.
En este contexto, es alarmante la participación de oficiales y exoficiales del Ejército en las bandas del crimen organizado, proveyendo entrenamiento, armas y lavado de activos, a quienes ejercen el sicariato.
La Jefa del MP constituyó varias mesas de trabajo sobre el tema, pero los hechos sangrientos evidencian que se trata de un esfuerzo insuficiente, pues el número de víctimas sigue en aumento, sin que haya líneas de investigación claras, ni capturas ni protección a la ciudadanía.
La Asamblea Ciudadana contra la Corrupción y la Impunidad ha realizado un llamamiento a la ciudadanía para movilizarse y frenar esta oleada represiva, evitando la regresión a las políticas criminales del pasado. ¡No más impunidad!