Víctor Ferrigno F.
Nicaragua vive una crisis social y política de enorme envergadura, que tendrá efectos relevantes en Guatemala y en todo el continente, cuyas causas y efectos son complejos y de largo cuño.
Corría el año 1974, cuando recibimos en la Asociación de Estudiantes Universitarios a un representante del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), quien solicitó nuestro apoyo en la lucha contra la dictadura somocista. Se lo brindamos en los ámbitos político, académico y militar, hasta el triunfo de 1979, arriesgando incluso la vida, por la prometedora gesta del sandinismo que, generosamente, respaldó nuestras luchas contra las genocidas dictaduras militares en Guatemala y El Salvador.
Pertenezco a la generación de jóvenes que nos la jugamos entera por un proceso que ahora agoniza, ganándonos en la lucha el derecho a criticar sus desviaciones, pues el régimen de Ortega-Murillo no es revolucionario ni democrático.
En 1990, cuando el FSLN perdió las elecciones frente a Violeta Chamorro, apoyada por el empresariado, la iglesia Católica y el Partido Comunista, la cúpula del Frente protagonizó “la piñata”, una rapiña personal de fincas, empresas y casas que habían confiscado a los opositores de la revolución.
En ese fracaso electoral fue determinante la guerra intervencionista que EE. UU. y sus aliados desataron contra Nicaragua a través de la Contra, que recibió cientos de millones de dólares provenientes del narcotráfico, y contó con armas, carreteras, pistas aéreas y hospitales en Honduras. La cauda de miles de jóvenes sandinistas muertos en esa criminal intervención agotó la resistencia de las familias, que creyeron que con Violeta les iría mejor.
El FSLN se sumió en una lucha intestina y perdió tres elecciones seguidas, hasta que Daniel Ortega triunfó en 2006, en una cuestionada alianza estratégica con el empresariado (Cosep), la Contra y la iglesia Católica de Ovando y Bravo. Entonces se consumó la segunda muerte del ideario de Augusto César Sandino, particularmente cuando promulgó la Ley 840, que implicó reformas constitucionales para entregarle la soberanía de Nicaragua a un empresario chino, que construiría un canal interoceánico, al que indígenas y campesinos se han opuesto, sufriendo represión y cárcel.
Ortega expulsó del FSLN a todos los opositores, cooptó el Congreso, el Organismo Judicial y el Consejo Supremo Electoral, llegando incluso a cancelar partidos de oposición, mediante fraudes de ley, logrando dos cuestionadas reelecciones.
Más de un tercio de la población nicaragüense vive sumida en la pobreza, mientras el clan Ortega-Murillo se adueñó de casi todos los medios escritos y televisivos, y tiene participación en cuanto negocio rentable se emprenda en el país.
Por esas y muchas otras causas, en abril pasado se alzó contra Ortega un movimiento opositor, cuyo eje articulador son los jóvenes, pero hay otras tres fuerzas identificables: el empresariado que cogobernó con Ortega, sectores de la iglesia Católica, y organizaciones variopintas que reciben dinero, entrenamiento y apoyo diplomático de instancias de EE. UU. en un intervencionismo que incluye actos violentos.
La respuesta del binomio Ortega-Murillo ha sido una represión desproporcionada, condenada por todos los organismos internacionales, negándose a una solución negociada que, necesariamente, pasa por adelantar las elecciones y garantizar el libre juego democrático.
La represión gubernamental debe parar, y los nicaragüenses deben alcanzar una solución negociada, sin intervencionismos de ningún tipo, porque la lucha fratricida equivale a la tercera muerte de Sandino.