Juan Antonio Mazariegos G.
En una sola frase que hoy se grita en las calles de Managua o en las barricadas del barrio indígena de Monimbo en Masaya, los estudiantes y el pueblo nicaragüense que pelea en contra del régimen asesino de Daniel Ortega, condensan o resumen la trágica transformación de un exhéroe de leyenda que se convirtió en la mejor imagen que el espejo podía reflejar de su antiguo y mortal enemigo Anastasio Somoza Debayle.
Para nadie es desconocido que la revolución Sandinista que llevó por primera vez a Daniel Ortega al poder, un 19 de julio de 1979, es un referente de las gestas de la izquierda latinoamericana y no creo que hoy, quienes alguna vez albergaron simpatía y esperanza por aquel líder guerrillero, que entregó el poder en las urnas en 1990 a Violeta Chamorro, puedan reconocer al dictador que junto a su mesiánica esposa se perpetuaron en el gobierno, en una toma total de control de las diferentes instituciones del estado nicaragüense.
Daniel Ortega y su esposa y ahora vicepresidenta, Rosario Murillo, retornaron al poder en el año 2007 por la vía electoral, se pasaron por el arco del triunfo la Constitución de su país modificándola a su conveniencia, cooptaron el Estado, se reeligieron y luego se volvieron a reelegir para un tercer período de gobierno, matizado este, por una extraña combinación de narcisismo, egolatría, enriquecimiento e inspiración religiosa que podría hacer palidecer los actos que alguna vez les llevaron a tomar las armas contra Somoza.
Después de 3 meses de enfrentamientos y demandas por elecciones libres, más de 300 nicaragüenses han perdido la vida, reclamando que Ortega abandone el poder y este se resiste, sin retórica o idea, refugiándose en las fuerzas de la policía, en paramilitares y grupos de encapuchados que garrote y armas en mano atacan a los estudiantes y al pueblo nicaragüense.
Si Ortega y Somoza ya son la misma cosa, lo sabrá mejor que nadie el pueblo nicaragüense, al final ellos ponen las víctimas. La OEA, aunque bastante tarde, ya se pronunció denunciando lo que ocurre, los obispos nicaragüenses lo vienen haciendo hace meses, los gobiernos latinoamericanos y el nuestro deben de denunciar lo que ocurre en Nicaragua. En las calles de Managua existen unas ridículas estructuras que dominan el paisaje urbano, las mandó a poner Rosario Murillo, les llamó los “arboles de la vida”, irónicamente son estructuras de metal que por lo visto representan lo que el matrimonio Ortega espera de los nicaragüenses: silenciosas, estáticas, obedientes y no deliberantes, son del agrado de quien hoy gobierna Nicaragua.