Adolfo Mazariegos
Mucho se ha comentado en los últimos días acerca de esa práctica denominada transfuguismo (restringida en este caso, a la vida política y al quehacer político en lo que hoy día denominamos Estado). Una forma de actuar que se ha convertido prácticamente en una costumbre aun cuando resulta nefasta y nociva para todo sistema democrático y partidario, en virtud de que implica mucho más que el simple hecho de cambiar de una bancada (o partido político) a otra dentro de un parlamento. Cuestión que, obviamente, tenderá a ser minimizada por aquellos que transfugan, dado que su discusión seria y concienzuda de cara al futuro, sencillamente es adversa a sus particulares intereses y/o propósitos. En tal sentido, prudente es reconocer que el hecho de cambiar de un partido a otro cuando se tienen “diferencias” (ideológicas) con el partido al cual se pertenece, es una cuestión comprensible, a pesar de que en el tema ideológico (en Guatemala), ciertamente, hay aún mucha tela que cortar. Además, ese es un detalle que habría que notar previamente a postularse a cualquier candidatura y no cuando un individuo, sea quien sea, ya ha sido electo a un cargo de elección popular (pero ese es otro asunto). Lo cierto es que ello socaba la institucionalidad de un partido político y pone de manifiesto su utilización como simple vehículo electoral y no como verdadera institución de derecho público cuya función debe ir más allá de simplemente postular candidatos. Ahora, cuando el transfuguismo se da como mecanismo para obtener beneficios o para no perderlos cuando ya se ejerce un cargo público, tal como se ha evidenciado en el sistema político-partidario guatemalteco, el tema adquiere un cariz diferente. La práctica del transfuguismo, entre otros efectos y consecuencias, no sólo traiciona la confianza del votante, sino que debilita el sistema de partidos y la democracia interna de estos, ya que cuando eso sucede, es lógico suponer que quienes se postulan como candidatos a puestos de elección popular, en la mayoría de casos, ejercen una influencia tal (usualmente de tipo económico) que les permite mantener ciertos privilegios y ventajas frente a otros eventuales candidatos dentro de su propia estructura, lo cual también pone de manifiesto una suerte de divorcio entre el ejercicio político de quienes “hacen política” (un considerable porcentaje de ellos) y las demandas ciudadanas con base en sus necesidades colectivas y expectativas de mejora futura. En ese sentido, es necesario el fortalecimiento y consolidación de las instituciones políticas y el establecimiento de reglas claras en el marco de los procesos eleccionarios, además del fortalecimiento y adecuación correcta de los elementos programáticos que los partidos proponen al electorado como parte de su plan de trabajo. Adicionalmente, es imperante la formación cívico-política-ciudadana mediante la cual se coadyuve a reducir (quizá paulatinamente) la influencia de las campañas clientelares sobre las decisiones de miles de votantes… Indudablemente, sigue habiendo grandes retos de cara a los próximos y futuros eventos eleccionarios. La reducción/eliminación del transfuguismo, entre otros, es uno de ellos.