Luis Fernández Molina
Concluía en mi columna anterior que el equilibrio de los impuestos es muy delicado. Es como una maquinaria de fina relojería suiza con ruedas dentadas, pesas, tensores, ejes, frenos, etc. coordinados en armonía para que, en un año, no se adelante ni atrase un solo segundo. Todas las piezas están concatenadas y si una se atasca afecta todo el sistema.
Igualmente, los impuestos no están aislados entre sí y, más importante aún, no están desconectados de todo el entorno económico. Los tributos inciden en todo el medio productivo. Obvio. Para empezar, a nadie le gusta pagar impuestos. De esa cuenta reduce nuestras posibilidades de disponer ese dinero en otros fines. Pero hay otros efectos adicionales por los que se crean determinados impuestos. En otras palabras, los impuestos no solo procuran obtener fondos fiscales -su causa original- sino que tienen otras intenciones específicas para las cuales, los impuestos sirven de herramientas. Son clásicos los que protegen la industria de determinado país; de esa cuenta se gravan las importaciones de países competidores. ¡Que lo diga Mr. Trump! Para fomentar la industria estadounidense ha ordenado gravar con altas tasas (hasta un 25%) el acero, aluminio, automotores, producidos en otros países. Los países afectados responden con la misma moneda: gravan la importación de productos estadounidenses. Es una verdadera guerra comercial cuyos derivados son muy complejos y dignos de analizarse por separado. Otros ejemplos, los gravámenes a la comida chatarra, bebidas carbonatadas, licor, etc. con el objeto de disuadir el consumo de esos productos supuestamente nocivos. Los gravámenes a la importación de bienes de lujo procuran limitar ese consumo que genera salidas de divisas. En un sentido contrario y aparentemente contradictorio, se exoneran o desgravan ciertos tributos para fomentar la industrialización, la generación de empleo, etc. Entran aquí las leyes de fomento a la maquila, las zonas francas.
En relación a los inmuebles, por muchos años el impuesto clásico de traspaso era el timbre del 3%. El problema para el fisco, válido por cierto, era que se aplicaba ese porcentaje, pero sobre el valor ficticio, de mentiras, que se consignaba en la escritura. Todos sabían que era una pantomima “para no pagar tanto timbre.”
Hay que tener presente que convergen tres gravámenes: a) el timbre o IVA, de pago inmediato; b) la ganancia de capital (ISR, del 10% sobre el diferencial); c) el IUSI que es permanente (pagos trimestrales). Supongamos una casa nueva de una urbanización de nivel medio, 500 mil quetzales. Pagará un IVA (primera operación) del 12% (Q60 mil) que será un crédito del comprador; lamentablemente no puede compensarlo ya que es empleado regular, por ende, no genera débito fiscal. El IUSI será de 4,500 anuales (pagado en trimestres). El Manual de Avalúos (del MFP, 2005) brindó a las municipalidades una alambicada herramienta para revaluar inmuebles, para moderar en esa pugna constante entre vecinos que fijaban precios ridículos (compraventas de terrenos por Q50) y las municipalidades. Como señuelo se ofreció el descuento del 50 o hasta el 75%, como valor catastral sobre el valor real. El supuesto atractivo dejó de tener sentido con las leyes fiscales de 2012 que apretaron nuevamente; reforma desviada que solo enfocaron en disponer de más plata. Se impuso una declaración jurada del valor de venta; a ello se suma el rígido control de los depósitos bancarios del dinero recibido bajo pena de perjurio.
Sugerencia concreta: que se encarguen estudios profesionales sobre controles de pagos de compraventas y sobre los beneficios generales de fijar un impuesto parejo del 3% de compraventas e igualmente parejo del 3% del IUSI.