Víctor Ferrigno F.
Un país en el que no funciona la administración de justicia se convierte en un Estado fallido, pues la impunidad genera confrontación y hace inviable la democracia, al establecer dos tipos de ciudadanos: los que estamos sometidos a la ley, y los que están sobre ella, o sea los impunes.
Por ello, es imprescindible la construcción de un Estado democrático de Derecho que, mediante el control judicial, frene la corrupción, erradique la impunidad, y les garantice a los ciudadanos el acceso a una justicia pronta, cumplida e intercultural.
Para que la justicia funcione bien se requiere que se someta a tres principios básicos: la independencia de los jueces, el desinterés objetivo del juzgador (inexistencia de conflicto de interés), y la imparcialidad.
Sin independencia judicial, el togado deja de ser juez y se convierte en un oficial de trámite que, simulando que administra justicia, resuelve según el interés de quien le pague o le pegue. Por ello, la defensa de la independencia judicial es una tarea de toda la ciudadanía, pues todos queremos encontrarnos con jueces probos, imparciales e independientes.
El indeseable pacto de corrupción también alcanza al poder judicial. Aunque la mayoría de togados son funcionarios honrados, hay magistrados de Sala y de las Altas Cortes que están al servicio de poderes fácticos, hacen de la administración de justicia una mercancía, y presionan e intimidan a sus colegas.
En noviembre del año pasado, la organización Impunity Watch presentó un diagnóstico que resalta los problemas del sistema de justicia para operar con independencia, evaluando los obstáculos generados por factores estructurales, internos y externos. Encuestaron y entrevistaron a 110 jueces, magistrados y abogados, y realizaron grupos focales en Guatemala, Alta Verapaz, Quetzaltenango, Petén, Suchitepéquez, Sacatepéquez y Zacapa.
Encontraron que los principales obstáculos estructurales para la independencia judicial son la dependencia política del Congreso, que nombra a los integrantes de la Corte Suprema de Justicia y la escasa asignación presupuestaria, que es 37% menor a la media per cápita del continente. Los principales obstáculos internos radican en las amenazas por medidas disciplinarias y administrativas (como a los jueces Gálvez y Xitumul), y las limitaciones externas son las amenazas y atentados de los poderes fácticos, sumados a la pobre seguridad que se les brinda a los juzgadores.
Hoy día, la jueza Erika Aifán encabeza la lucha por la independencia judicial, enfrentada a la Sala Tercera del Ramo Penal de la Corte de Apelaciones, que ilegalmente le ha ordenado modificar su sentencia en relación al sindicado Igor Bitkov, y pretende que clausure el caso. Además, le impuso una multa y ordenó al Ministerio Público que la investigue por no acatar una resolución. Dicha resolución atenta gravemente contra la independencia judicial y limita la garantía de imparcialidad de los tribunales, por lo que Aifán presentó un amparo, que merece nuestro respaldo.
Por situaciones como estas, en su visita a Guatemala, en agosto de 2017, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos indicó que los jueces sufren “hostigamientos, agresiones y amenazas como instrumentos de control e intimidación en el ejercicio de sus labores, especialmente de quienes participan en casos de alto impacto de corrupción”, y que estas acciones se suman “a otras estrategias de intimidación que incluyen la sujeción reiterada a procesos disciplinarios y/o penales infundados, y amenazas a través de mensajes escritos o llamadas telefónicas”.
Erika Aifán y los jueces probos se merecen el respaldo ciudadano, pues como sentenció el Libertador Simón Bolívar: “La Justicia es la reina de las virtudes republicanas y con ella se sostiene la igualdad y la libertad”.