Eduardo Blandón
Por azares del destino he participado recientemente en círculos de reflexión centrados en la educación. El tema no me es ajeno dado que la pedagogía me ha acompañado desde los albores de mi vida. Es una especie de condena que se remonta quizá a la afición familiar por la actividad docente. De hecho, no recuerdo hacer oficios distintos a mi madre que aplicarse en la preparación de planes y programas de clase.
Posteriormente, incorporado en una orden religiosa al servicio de la juventud, lo educativo se respiraba en todas las etapas formativas: postulantado, noviciado, posnoviciado y el largo etcétera que conformaba la famosa “Ratio Studiorum”. Así que el destino me ha ubicado, como al buen Jonás, en el lugar al que me sigo resistiendo.
Hablábamos recientemente sobre los desafíos de la educación. La idea era atisbar el rumbo de la humanidad para crear escenarios posibles y anticiparnos inteligentemente para librar una batalla digna contra el devenir. Husmeábamos textos distintos, entre ellos, algunos de la Unesco, pero, sobre todo, el de Edgar Morin, sobre los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Una reflexión formidable, pero superada por el progreso científico.
No es culpa de Morin, por supuesto que no, el filósofo francés no tenía la bolita de cristal ni era profeta bíblico para adivinar los avances de la tecnología. Habría sido necesaria una visión particular para anticiparse a los milagros cotidianos de la era digital: los teléfonos inteligentes, las redes sociales, la robótica, la inteligencia artificial, la biotecnología, los macrodatos, etcétera. Todo ello, transformando la humanidad y desafiando los paradigmas esclerotizados de la educación.
El resultado inevitable ha sido la improvisación, las pruebas de ensayo y error, aplicados como parches donde ha hecho falta. Un día se prohíben los “smartphones” en las escuelas (la Francia de Macron es un buen ejemplo), el otro, se reparten “tablets” de manera innovadora (Finlandia, Estados Unidos y España, lo encabezan), Chromebooks, iPads, Galaxy Tabs. No hay un criterio único.
¿Habrá que esperar para tomar decisiones? Por desgracia no. Y esta es la idea de los Congresos educativos, repensar la educación y adaptarla a los tiempos. Pero es más fácil escribirlo que realizarlo. Se necesita para la tarea, el acompañamiento de filósofos, tecnólogos, científicos, economistas, pedagogos y… mucha mota de la buena para transitar por el mundo de lo onírico y provocar sueños creativos. Aderezado por una voluntad de cambio colosal que permita la audacia necesaria para transformar un oficio que por naturaleza acarrea muchas rémoras.
Uno creería como dato de fe en la flexibilidad de los humanistas. Como si la plasticidad corriera natural por esas venas, pero no es así. El ejercicio docente extrañamente provoca una rigidez que en algunos termina en infarto que contamina la juventud. Y no es cuestión de edad, sexo o nacionalidad, el virus se contagia para infectar mortalmente.
Los cursos de actualización son un antídoto, los debates hacen su parte, corrigen y flexibilizan, pero hace falta aún más, quizá la audacia, la valentía, el atrevimiento y la confianza en sí mismo. Es obvio que hay que poner de moda la educación y reconsiderar los siete saberes propuestos por Morin, quizá agregando uno o sustituyendo otro. Hay que seguir pensado en clave de futuro.