Luis Fernández Molina
Acaso la historia de Jonás nos trae recuerdos de aquellos primeros años en que, maravillados, escuchábamos los relatos de la Biblia. Se nos habrá quedado grabada la imagen del gran pez que engulle al rebelde Jonás y lo lleva de regreso a tierra para que tomara el rumbo correcto. Es que Jonás huía del encargo que Dios le había dado de ir a la ciudad de Nínive para advertir de un inminente castigo y clamar por arrepentimiento y oración. Pero Jonás no quería ir y por eso huía, y huía en serio. En vez de encaminarse unos mil kilómetros hacia el oriente, tomó la ruta contraria; se embarcó en una nave fenicia que iba a Tarsis (España), del otro lado del Mediterráneo. Pero en el trayecto se desató una gran tormenta que amenazaba partir la frágil embarcación de madera. El capitán le ordenó Jonás que le “rezara a su Dios”, tal vez funcionaba. Era tal el pánico que todas las posibilidades eran buenas y la ayuda de cualquier deidad era bienvenida. Luego los marineros se reunieron para determinar quién era el culpable, esto es por culpa de cuál viajero, los dioses se enojaron tanto y desataron tan colosal tormenta. Echaron suertes (justicia aleatoria) y, cabal, correspondió a Jonás quien de inmediato aceptó su culpa. Él mismo pidió que, como responsable y para calmar la tempestad, lo echaran al mar. Así hicieron. Viene aquí una primera lección: que en todo contratiempo buscamos siempre un culpable. Cuando algo va mal tenemos el impulso de levantar el índice para encontrar al culpable o al menos al chivo expiatorio. A punto estaba de ahogarse cuando providencialmente apareció el pez gigante (que no necesariamente una ballena) que lo tragó, y llevándolo tres días en sus entrañas, lo regresó a la playa.
Ahora bien ¿por qué no quería ir Jonás a Nínive? La razón es sencilla y, desde un punto de vista, poco piadosa. Jonás sabía que Yahveh era un Dios misericordioso y paciente; que si se arrepentían los ninivitas se les perdonaría el gran castigo que ya estaba preparado. Por eso lo envió Dios para pregonar que en cuarenta días se destruiría la ciudad si no se arrepentían. Pero Jonás no quería perdón ¡quería castigo! Sí, que se reprendiera y destruyera a esa ciudad libertina, pecadora, corrupta, cuya “maldad había subido hasta el cielo”. Quería una nueva versión de Sodoma y Gomorra y que bolas de fuego (piroclástico) bajara del cielo. Por ello, si hacían caso al profeta (que es quien habla por Dios, no quien hace vaticinios o “profecías”) el pueblo entraría en razón, haría penitencia y enmendaría sus pecados.
Para contrariedad de Jonás, eso fue lo que hicieron los habitantes de la gran ciudad de Nínive (que se atravesaba en tres días). De lo que no puede quejarse Jonás es de su gran capacidad de convencimiento y credibilidad. Todos “proclamaron ayuno, y se vistieron de cilicio desde el mayor hasta el menor de ellos” el mismísimo rey de Nínive “se despojó de sus vestidos y sentó sobre ceniza.”
Es claro que el relato, como muchos pasajes bíblicos, se debe tomar a la luz de la inspiración y la fe y abren espacios para muchas interpretaciones. Dejo a un lado las exégesis teológicas que corresponde a los doctos en la materia y me limito a dos aspectos; el primero, ya indicado, que siempre buscamos un culpable y el segundo que se refiere a la necesidad de sanciones. Podemos ver retratada en Jonás, a la sociedad guatemalteca: exige castigos. (Continuará).