Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Cuando suceden tragedias como la ocasionada por la erupción del Volcán de Fuego, no sólo resulta imposible no sentir consternación y tristeza. También se experimenta esa suerte de indignación y enfado que producen las nefastas acciones (o inacciones) de quienes pudiendo y estando obligados a tomar cartas en el asunto para minimizar -si es que ello es posible- el alcance de los desastres que, como en este caso, han cobrado muchas vidas humanas, sencillamente no están a la altura. Los shows y las falacias en situaciones como esta son sencillamente inaceptables. La institucionalidad del Estado, que vuelve a ser cuestionada, se ve rebasada notablemente por las circunstancias que desnudan una vez más esa persistente y perniciosa costumbre (o política) de reacción y no de prevención que se observa cada vez que un desastre decide ponernos a prueba. Qué triste y lamentable resulta escuchar que el país no tiene dinero para cubrir una emergencia como la que hoy nos conmueve, pero sí para pagarle anteojos de varios miles de quetzales al Presidente de la República; no hay dinero para adquirir comida, agua o ropa para ‘paliar’ la situación de los afectados, pero sí hay para costear vuelos en helicóptero a un ministro que ni siquiera se ha molestado en emitir pronunciamiento alguno con respecto a los efectos ambientales que se evidencian de la devastación generada por los gases, arena y flujos piroclásticos de las erupciones; no hay dinero para comprar un dron de alta tecnología que permita al Insivumeh realizar un trabajo más eficiente y eficaz, pero sí para pagar salarios completos a varios diputados que ni cumplen con presentarse a trabajar. Pareciera que ni siquiera se está visualizando en su justa dimensión el impacto de ése trágico evento natural, a pesar de que los alcances de lo que está ocurriendo van más allá de un número de afectados repetido por las autoridades cual insulsa muletilla (puesto que los hechos hablan por sí solos). El impacto es -y será notorio en breve- de grandes dimensiones sociales y económicas, más allá de lo visible en estos momentos de angustia y zozobra para miles de guatemaltecos que no sólo perdieron valiosísimas e irrecuperables vidas de seres queridos, sino también casas, animales, vehículos, sembradíos, negocios y empleos que costarán mucho más que los diez millones que el honorable Congreso de la República magnánimamente ofreció de «sus ahorros» (ahorros que, dicho sea de paso, pertenecen al pueblo de Guatemala porque proceden de los impuestos que de una u otra manera pagamos). Y como corolario, aunque previsible, no han tardado en echarse la culpa unos a otros, lanzándose el balón como mecanismo de defensa ante la incapacidad, la ineptitud y la ignorancia, y como distractor para la realización de jugarretas reprobables en medio de la desgracia. El país necesita verdaderas políticas públicas que respondan a las necesidades de la gente y a la realidad de este pueblo que, tristemente, año tras año, se acostumbra un poco más a las calamidades. Urge resolver los problemas de fondo.

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