Adrián Zapata
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Sería injusto pedirle a Jimmy Morales que sea un estadista. Tampoco se le puede exigir al FCN-Nación que sea realmente un partido político. De igual manera, resultaría exagerado esperar que este gobierno pudiera conducir políticamente un Estado tan complejo.

Morales es un presidente improvisado, seguramente fue el primer sorprendido con la victoria electoral. El partido que lo postuló fue un engendro de la fenecida contrainsurgencia. El Gobierno se inauguró sin programa, ni equipo, ni nada.

En resumen, toda esta realidad política es un milagro, aunque no de virtud, sino que de perversión.

La explicación de este fenómeno es la “antipolítica”.

Nos han dicho, y desafortunadamente con contundente evidencia, que la política es malévola. Decepcionados de ella, los ciudadanos de manera irreflexiva pensamos que era mejor un NO político para ejercer la principal función pública: gobernar. Esta situación es una ilógica conclusión, pero basada en una verdad relativa, el desempeño de los políticos de pacotilla que han ejercido el poder con fines privados, no públicos.

Lo que hicimos fue quemar la casa para matar las cucarachas. Lo trágico fue que la casa quedó en ruinas y las cucarachas no se quemaron.

Sin embargo, fácil sería echarle la culpa al pueblo que con su voto eligió a Jimmy Morales. Todavía más fácil sería responsabilizar a los empresarios, ahora procesados, por haber financiado al candidato que consideraron inocuo en relación a la posibilidad de afectar sus capitales. Fácil sería señalar que la inestabilidad emocional del Presidente provoca todas esas acciones nefastas que reiteradamente lo caracterizan.

En consonancia con esta argumentación, Jimmy es el hijo de esa “revolución de colores” que se produjo en el 2015, que tiene a “la plaza” como el éxtasis de quienes consideraron que estaban tomando el cielo por asalto, ciegos ante la evidencia que demuestra que esas expresiones de inconformidad colectiva, justificadas sin duda por el hastío ciudadano, carecen de perspectiva transformadora de la realidad y que, como en otras latitudes, terminan teniendo desenlaces reaccionarios. Que, como alguien decía, son primaveras que preceden a un invierno, no a un soleado verano.

El resultado ha sido una administración que salta de desatino en desatino. En todos los ámbitos hay mediocridad y, lo que es peor, retrocesos en varios. No hay política de desarrollo rural, la infraestructura vial no se recupera, la salud y la educación estancadas, la seguridad en riesgo de reversión. Ni siquiera pudieron concretar el sueño anti campesino que les había vendido ENADE con las “ciudades intermedias”.

Es así como en una mezcla de razones de fondo (la antipolítica) y subjetivas (el terror a ser alcanzado por la lucha contra la corrupción y la impunidad), este gobierno no hace nada más que soñar, día y noche, con ver un Ministerio Público que abandone el legado de la señora Thelma Aldana y una CICIG sin Iván Velásquez.

Así las cosas, la mediocridad prevaleciente dejó de ser una simple incapacidad de conducir al país por un rumbo definido. Se convirtió en una especie de arterioesclerosis múltiple, que cada vez paraliza más al Estado. Y que, cuando se mueve, lo hace sólo para intentar regresar al puerto de la impunidad.

Incapaz de gobernar, el Gobierno se está extinguiendo.

Urge una reacción ciudadana, cuya pretensión sea no sólo la intransigencia ante la corrupción y la impunidad, sino que se aproveche el estado de interdicción gubernamental para plantearse el rescate nacional. La parálisis estatal puede ser la oportunidad para un acuerdo nacional alrededor de una Agenda Mínima que le dé una carta de navegación al próximo gobierno, luego que el actual se extinga.

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