José Carlos García Fajardo
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En un momento en que se acusa a nuestra sociedad de secularizada y desprovista de valores se extiende una ofensiva de fundamentalismo integrista que amenaza los auténticos pilares del ser humano: el derecho a la vida, a la libertad, la justicia y la solidaridad, así como el derecho a la búsqueda de la felicidad porque la persona es algo más que una máscara, que una representación o que una tarea. El ser humano es un fin en sí mismo y jamás podrá ser un objeto o medio para nada. Aunque no supiéramos explicar el sentido de la vida, hay que afirmar que tiene que tener sentido vivir. Y vivir con plenitud en el despliegue de capacidades porque ser felices es el único quehacer digno del ser humano. Si todo ser que alienta “vive”, el ser humano “vive para”, y esta dimensión no se agota en el mero altruismo sino en la reciprocidad fecunda.

Pero el hombre en cuanto hombre se pregunta por sí mismo. Ya en los albores de nuestra civilización, Chilón, uno de los siete sabios de Grecia, formuló la frase magistral que figuraría en el frontón del templo de Apolo en Delfos: “Conócete a ti mismo”. El hombre es el sí mismo que no puede conocerse sino se ve en el espejo del otro porque su autoconocimiento pertenece a su misma naturaleza. Por eso, como sujeto no puede ser objeto de ninguna ciencia. Es el conocedor y no sólo lo conocido.

De ahí que la antropología pueda significar la escucha con todas nuestras capacidades de lo que el hombre dice sobre sí mismo. Para eso, hay que saber escuchar las diversas voces, las diversas canciones, las diversas melodías que el hombre dice, que el hombre canta.

Este saber escuchar requiere simpatía, amor y conocimiento de lo que los otros dicen de sí. Sin simpatía no se puede entender, sin amor no nos abrimos al otro, sin conocimiento no se puede saber lo que los otros dicen de sí. Y los hombres se han interpretado de muy diversas maneras según las distintas culturas de la humanidad. No existe, pues, una sola voz, una sola cultura ni una única religión verdadera pues la verdad es lo que todos buscamos y nadie puede poseerla, sino participarla.

Cada cultura es como una galaxia que crea sus criterios de verdad, bondad y belleza y es preciso acercarnos a ellas mediante un diálogo dialogal y no reducir al hombre a un solo modelo. Por eso, Raimon Paniker sugiere la expresión “antropofanía” para entender lo que los otros dicen de sí.

Habla de la fenomenología como una de las ramas de la filosofía que intenta describir lo que aparece. Pero en la fenomenología religiosa no basta la razón ya que el creyente cree ver algo más que lo que el mero observador ve con ayuda de la razón y de los sentidos. Por eso una buena fenomenología debe abstenerse de juzgar sobre la verdad objetiva del fenómeno. La interculturalidad nos impide caer en semejante reduccionismo porque la razón no es el único órgano del conocimiento, “el único ojo con el que el hombre ve”. Ya la tradición escolástica cristiana y la tradición budista tibetana hablan de los tres ojos con que el hombre entra en contacto con la realidad: razón, sentidos e intuición.

Aduce R. Paniker ejemplos de los sistemas filosóficos de la India para evitar el peligro de una antropología reduccionista y así contribuir a superar el falso dilema de la racionalidad /irracionalidad.

Pero hay más, el hombre en sí no existe. Existe en una tierra y junto a otros muchos seres entre los cuales sus semejantes ocupan un lugar especial. La idea que el hombre tiene de sí mismo depende del mito en el cual vive, se mueve y piensa… Sus distintas manifestaciones darán lugar a otras tantas antropologías o antropofanías. Igual que el “territorio” no existe sino hay seres para habitarlo.

De ahí que R. Paniker distinga un triple telón de fondo sobre el cual las distintas culturas de la humanidad se han auto interpretado: el cosmológico, el teológico y el antropocéntrico que ilustra con ejemplos del Rig Veda y de otros textos védicos, del Tao Te Ching, de la Grecia clásica, de la Biblia y de pensadores cristianos como Agustín o del Renacimiento como Nicolás de Cusa, Pico de la Mirándola o Juan Luis Vives para culminar con Zubiri y el antropólogo Geertz.

Como es conocida la intuición cosmoteándrica de nuestro pensador, baste decir que su anhelo era superar el monoculturalismo tan enraizado en Occidente, reconocer la relatividad cultural, que no el relativismo que se destruye a sí mismo en su formulación, y el reconocimiento del pluralismo como la forma adecuada de acercarnos al fenómeno humano. Una antropofanía intercultural nos facilita una fecundación mutua entre las culturas de la humanidad; fecundación que exige conocimiento y amor.

Ante el marasmo de basuras televisivas, ante el consumismo preconizado por un modelo de desarrollo inhumano, ante la evasión inane de sucedáneos deportivos y ante descalificaciones de responsables religiosos que no respetan la realidad del otro, reconforta escuchar palabras de esperanza y de justicia de personas que van por el camino en busca de la verdad sin fijarse límites ni imponer prejuicios. Es un auténtico progreso en la conciencia de la libertad.

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