Juan Jacobo Muñoz
¿Quién puede decir que soñar no es una forma de meditar, dejando que el inconsciente aflore con un lenguaje, de imágenes poco entendibles aparentemente?
Tal vez sea cierto que soñar, es ir dentro de uno mismo dependiendo de quién sea cada quien, de su contexto y su momento de vida. Y que a pesar de algunos significados universales, algunas imágenes son tan personales, que solo el que las sueña podría llegar a entenderlas.
Hace unos días tuve un sueño que extrañamente recuerdo vívidamente. Quiero contarlo ahora, con la esperanza de que cada uno haga el ejercicio de interpretarlo.
En el sueño, pertenecía yo a una comunidad rural, campestre y bucólica. Todo parecía normal, pero se percibía que algo malo ocurría; algo que provocaba algún tipo de insania en los habitantes.
Los adultos, como si estuvieran rendidos ante la situación, parecían ser indiferentes, o tal vez estaban acostumbrados al estado de las cosas; pero los chicos del lugar, se mostraron inquietos y decidieron explorar por los alrededores, en busca de alguna explicación, de repente una solución.
Me uní al grupo de pequeños aldeanos, no solo en la ruta sino en la actitud. Todos iban aprovechando el espacio de libertad y divertidos, aunque estaba claro que había que encontrar la forma de mejorar las cosas en la comunidad.
Habíamos caminado un buen rato, cuando apareció un autobús. Era uno de esos transportes escolares, pintado todo de amarillo, con ribetes negros y grandes señales visibles y rojas marcando el alto. Entre el cansancio y la algarabía quisimos subir al bus, pero fue imposible. Había un olor muy fuerte y desagradable que hacía suponer que algo dentro estaba muy mal.
El tufo era nauseabundo, pero nos asomamos y vimos que dentro del autobús había un ser gordo, de piel grasosa y babeando algo espeso mezclado con residuos de comida. Supimos que era un hombre, tal vez porque estaba vestido con un traje negro y corbata, pero parecía un cerdo.
A alguien se le ocurrió empezar a gritarle y tratar de asustarlo para que saliera. El voluminoso habitante parecía ser el usurpador de aquel transporte, que asumíamos debía ser nuestro por ser escolar. Y lo logramos, porque aquel ser salió por una puerta trasera, embarrándose con los asientos, mientras avanzaba por el pasillo. Se fue caminando y se perdió en lontananza.
Pasó algo curioso. Conforme salía del bus y se alejaba, el autobús se aromatizaba, y cuando subimos y nos acomodamos, todo el ambiente era de olor agradable. Era un olor que mejoraba a medida que íbamos avanzando.
Viajamos por un tiempo entre risas y cantos, hasta encontrar un paraje lleno de árboles y flores. El suelo cubierto de pétalos, era una paleta multicolor que se extendía como una alfombra sin fin. Todos bajamos corriendo intentando cada uno ser el primero.
Tomé algunos pétalos y empecé a cubrirme con ellos muchas veces, como si estuviera creando la lluvia, y sorprendentemente descubrí que iba teniendo sensaciones de bienestar que iban en aumento, hasta que súbitamente entendí, gracias a la plenitud que me inundaba, que los sentimientos tiernos eran el recurso que necesitábamos, para sanear a la comunidad.
En eso estaba, cuando de pronto caí en la cuenta de mí. No era un adulto. Tenía doce o trece años de edad, igual que todos los otros muchachos. Pero, además, era yo una niña pequeña de largo cabello negro. Vestía un corte de color violeta y un güipil en los mismos tonos; además un sweater ligero también moradito. Me gusté, me sentí bien, sonreí.
Desperté.