Adrián Zapata
Sin duda que Álvaro Arzú fue un líder nacional quien, junto con otros personajes conservadores construyeron la realidad que ahora vivimos. Controversial como siempre fue, su muerte produjo reacciones encontradas, máxime que este evento ocurre en una coyuntura política muy difícil, donde él jugaba un papel fundamental.
Su principal mérito histórico es haber concluido un largo proceso de negociaciones políticas, firmando la paz al finalizar el primer año de su mandato, hecho que produjo un parteaguas en la historia guatemalteca.
Juzgar a alguien como persona es siempre improcedente cuando ya ha dejado de existir. Pero cuando se ha tenido el papel relevante que Arzú jugó, analizar dicho rol es una necesidad. De igual manera, es pertinente referirse a la situación que se crea con su partida.
El mérito de haber signado la paz se oscureció debido al comprometimiento que asumió su gobierno con el impulso de las políticas neoliberales, de las cuales fue alumno aventajado; todo el contenido socioeconómico de los acuerdos se hizo trizas, sin posibilidades reales de impulsarlo. Desafortunadamente tampoco se expresó en su administración el liderazgo que requería el efectivo cumplimiento de lo pactado, frustrándose de esa manera la oportunidad excepcional que el entonces Presidente Arzú había contribuido a construir. Esta situación no es un simple dato, es una pérdida dramática de la cual el país no se repone.
Sus gestiones como Alcalde gozaron de gran popularidad, ganaba elecciones casi sin hacer propaganda. Sin embargo, las políticas de sus administraciones edilicias no estuvieron dirigidas a resolver las necesidades de los sectores populares.
En los últimos tiempos asumió, de hecho, el liderazgo de la lucha contra la CICIG y el MP, a partir de que dichas instituciones lo incluyeron entre los presuntos responsables de los delitos que le señalaban. Con esta conducta fortaleció, cohesionó, inspiró y condujo a todos los sectores que, por diversas razones, resisten la lucha contra la impunidad. La debilidad e incapacidad de Jimmy Morales, el otro jugador relevante de este equipo, se vio suplida por la experiencia y fortaleza de Arzú.
Su muerte deja huérfana a la resistencia, con lo cual se podría pensar que ésta se debilita. Pero el efecto puede ser al revés. Podría imbuir fortaleza, exacerbando el odio y una aún mayor agudización de la confrontación; no hay nada más fuerte que la imagen de un dirigente muerto justo en medio del fragor de una contienda. El discurso del Presidente del Congreso, su hijo, evidencia estas intenciones.
Así las cosas, el campo está minado. Se pretende imponer una visión ideologizada de la lucha contra la corrupción y la impunidad, así como levantar la bandera de la soberanía para el mismo propósito. Este paroxismo fácilmente incendia conciencias confundidas con discursos paranoicos o aterradas por la real o supuesta proximidad del castigo.
Arzú ha partido, pero desafortunadamente nos deja un legado coyuntural de confrontación.
Pero como en toda crisis siempre subyace la oportunidad de superarla con saltos cualitativos hacia adelante, podríamos estar en un escenario que posibilite la oportunidad de consumar la necesaria muerte política de nuestra ya geriátrica generación, la del conflicto armado. Se abre la posibilidad de que surjan liderazgos del postconflicto, pero sin clonaciones. Líderes y liderezas que asuman la responsabilidad de actuar con sabia madurez y buscar acuerdos nacionales, sin arriar las banderas de la lucha contra la corrupción y la impunidad, con la mentalidad de que el pasado es indispensable para pensar el futuro, pero no para seguir viviendo en él.