Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt
En Guatemala la democracia fue, apenas, una breve primavera durante el siglo pasado y los gobiernos necesitaban instrumentos legales que les permitieran utilizar la represión al máximo para mantenerse en el poder. La Ley de Orden Público actual data de 1965 cuando fue aprobada por una Constituyente “electa” en planilla única durante el gobierno de Enrique Peralta Azurdia, el que vivió los primeros años del Conflicto Armado Interno tras el surgimiento de las originales Fuerzas Armadas Rebeldes. Pero ya tenía un antecedente muy similar cuando en tiempos de Castillo Armas se planteó el tema de la seguridad nacional en el marco de la Guerra Fría tras la invasión promovida por la United Fruit Company para derrocar a Árbenz.
El caso es que a lo largo de casi todo el siglo, la Ley de Orden Público fue el instrumento para reprimir cualquier manifestación popular sin necesidad de observar principios del proceso y, mucho menos, el respeto a las garantías individuales como el derecho a la libre expresión, a la manifestación, petición, libre circulación, derecho a organizarse y cualquier otro derecho humano reconocido universalmente. Por mandato de esa Ley se pueden suprimir todos esos derechos y el que le venga en gana al gobierno de turno, situación que no ocurre en ningún país democrático y civilizado, pero que los regímenes arbitrarios usan a su sabor y antojo.
Esa Ley de Orden Público es un anacronismo en el mundo de hoy. En primer lugar, no hay gobierno que tenga el poder de restringir la libre expresión ahora con las redes sociales y tendrían que eliminar Internet para acallar a la gente que adentro y fuera del país quiera decir lo que le venga en gana. Censurar a los medios ahora sería estéril, porque simple y sencillamente la información seguiría fluyendo y, peor aún, sin responsabilidad, pues cualquiera puede decir lo que quiera sin exponerse, como lo hacemos los medios, a perder la credibilidad si no actuamos correctamente y con apego a la verdad.
Cierto que pueden capturar a quien les venga en gana sin orden judicial ni explicación alguna porque basta que se haga una lista de “indeseables” para que la fuerza pública los lleve pie con jeta al bote. Eso es inaudito en cualquier Estado de Derecho y si bien los dictadores podían recurrir a esas prácticas, en las condiciones actuales no caben tales procedimientos. Cierto que el mundo se hizo baboso cuando en Honduras reprimieron a un pueblo que clamaba ante un fraude electoral, pero no pudieron llegar a extremos como los que se han visto aquí en el pasado.
Y tras las experiencias de la Plaza de hace tres años, el Gobierno necesitaría usar a las fuerzas armadas violentamente para reprimir a ciudadanos que reclaman su derecho a expresarse.
Pienso que en el marco de la preeminencia que la Constitución asigna a los Derechos Humanos, esa Ley de Orden Público resulta inconstitucional, especialmente porque la última Constituyente dispuso que se emitiera una nueva ley sobre la materia y el Congreso nunca lo hizo porque los actuales estados de excepción sirven de mucho para los corruptos.