Alfonso Mata

La enajenación en nuestra sociedad, aparece en múltiples formas, diversos lugares y distintos grupos. El hombre por su estructura y cultura, desde sus orígenes, se ha visto impulsado y necesitado de contrastarse no solo con sus semejantes, sino con su propia naturaleza y existencia. Sin embargo, el hombre a lo largo de su historia, se ha venido separando de la naturaleza, tanto por su capacidad de reflexión, como por su capacidad de trabajar para generar su sustento y sobrevivencia, convirtiendo su laborar de día a día, en causa de enajenación.

La división del trabajo, con sus características y propiedades, puso a unos en dependencia con otros y eso, poco a poco, conforme aumentaban las diferencias laborales, estableció una gran contradicción entre el interés individual y de la familia con el comunitario y por eso nace el Estado, como un mediador, que pronto se convierte en otro rival y usurpador. De esa cuenta, el trabajo con todas las acciones, esfuerzos e imaginación que despliega en el hombre, se ha convertido en un poder extraño que sojuzga en lugar de liberar. Lo que nosotros mismos producimos, se vuelve una fuerza que si colocada sobre nosotros, nos domina y se cruza con nuestras esperanzas y anhelos y en muchas oportunidades, anula nuestros cálculos.

De tal manera que poco a poco, el ancho del convivir y transformar con otros, va siendo substituido por el anhelo de la posición física directa de cosas, como meta de la vida y se pretende y trata de aniquilar, cuanto no sea susceptible de ser poseído o algo lo impida. Pero esa posesión no es vista en bien de todos, sino de clase; de tal manera, que la sociedad, se ha convertido en un mecanismo de producción y no de emancipación. El gran esclavista en esto, producto de esa nueva relación naturaleza-hombre-hombre, es el capital y el patrimonio, el motor más fuerte de la enajenación. ¿Cómo? sencillamente porque lo que no puedo conseguir como hombre y que me exige mi cultura, lo alcanzo con dinero y eso ha llegado a tal extremo, que se suele decir que lo que puedo comprar con dinero, eso soy.

El otro elemento que nos enajena, es resultado del trabajo y del dinero: la técnica, que en nuestro tiempo alcanza tal poderío, que podemos decir que ya gobierna elementos tan profundos como nuestros procesos vitales, reproductivos y comportamientos. La técnica multiplica por millares cosas y la comprensión del hombre sobre ellas. Con la veloz concentración del tiempo con que esta ejecuta procesos y produce cosas, escapa al alcance del hombre y su control. En su comportamiento social, apenas acabada de producir, cuando es superada por nuevas técnicas o situaciones, encaminadas a darnos novedades, que nos llenan la cabeza de borrón y cuenta nueva y nuestro entorno de basura.

De tal manera que el mundo que hemos formado, está lleno de una colectivización de sucesos y de hechos que producimos nosotros y la técnica. De una aglomeración temporal y espacial entre enlaces, que simultáneamente caen unos sobre otros, obligándonos a actuar según ellos y dificultándonos cada vez más, la visión panorámica de conexiones entre nosotros mismos (suplido por las máquinas) y con nosotros mismos (suplido por las comunicaciones) dejando que la realidad se nos escape bajo los pies. Comprobaciones, realizaciones, desarrollo, se hacen cada vez más aislados e incoherentes, impersonales y por lo tanto, menos válidos en conjunto, despoblando lo espiritual que tenemos, ante lo práctico e inmediato y por lo tanto, restándole validez a nuestra propia existencia, pues el progreso casi automático de las técnicas, tensa y fatiga nuestras fuerzas nerviosas, hasta un límite que las anula, dejando y dándole prioridad a lo captable por los sentidos; y ese mundo totalmente desestructurado, mantiene olvidada nuestra conciencia, producto de multiplicidad de ocupaciones.

Es pues evidente que poco a poco, vamos perdiendo la capacidad de enfrentarnos con nosotros mismos, desgastando nuestro “yo” ante un mundo laboral y tecnocrático de doble efecto: posee una tendencia unificadora entre naturaleza-hombre-sociedad, haciendo posible el contacto de un mundo gigantesco, pero distanciado a sus creadores. A su vez y por otra parte, nos va convirtiendo en mercancías de ellos. Estamos pues ante una situación babilónica: perdemos contacto con y entre nosotros, abandonando el campo y callamos.

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