René Arturo Villegas Lara

Según recuerdo, en Chiquimulilla no hacíamos distinción entre una barbería y una peluquería, pues, el “maistro” igual recortaba pelo o arreglaba la barba a quienes, muy pocos por cierto, necesitaban de ese servicio. Aún no habían proliferado esos artefactos, máquinas les dice uno, que venden en tiendas y supermercados con valor de diez centavos en adelante.

Regularmente, eso de la peluquería era un oficio de varones, pues las mujeres no habían incursionado en ese arte ni existía la profesión de cultoras de belleza, mucho menos establecimientos identificados como unisex. En mi pueblo habían cuatro peluquerías que no tenías nombres comercial, aunque sí el universal cilindro azul, rojo y blanco que anuncia un taller de tal naturaleza. Así que uno identificaba al establecimiento con el nombre del barbero y nunca oí que les llamaran peluqueros. En las rancherías de los xincas habían algunos ancianos que se atrevían a cortarle el pelo a quien les confiara la moyera, sin más instrumentos que una tijera bien asentada en piedra de afilar y un guacal de considerable tamaño que colocaban en la cabeza del peludo y así poder calcular hasta dónde debía llegar el corte. Quedaban todos trasquilados, pero sin gastar un solo centavo.

En el casco urbano había cuatro peluqueros. A la vuelta de mi casa estaba la peluquería de don Lupe Moto, una cuadra delante de donde funcionaba la única bomba de gasolina para las escasas camionetas y camiones que llegaba de vez en cuando por la carretera de Cuilapa y que la accionaban con una palanca para surtir la gasolina, porque no se conocía la electricidad. Don Lupe no sólo era diestro con la tijera, sino manejaba con mucha seguridad la cincha de cuero en donde asentaba la navaja, con el cuidado necesario para no pasarse llevando las yugulares. Cuadras más al norte, estaba el taller de don Güino Sarceño, quizá el más humilde de los “maistros “barberos, pues su sillón no era acolchonado y no tenía palanca para elevarlo o bajarlo según la altura de peludo, al extremo que a uno de chiris los sentaba en un mullido cajón de jabón de lavar ropa sucia, para estar a la altura de sus manos huesudas como de pianista; además, cobraba cinco centavos. Ya en la calle principal, cuadra arriba de la farmacia González, la única en el pueblo y en donde curaban toda clase de enfermedades, pues no había médico, tenía su establecimiento don Tonón Martínez, un hombre alto y de voluminoso cuerpo. Allí se arreglaban el pelo o la barba la gente de pomada o funcionarios importantes como el alcalde, el tesorero o el jefe de la policía. Don Tonón era platicador con el cristiano que tuviera sentado en el sillón y como tenía una fuerte afición por las peleas de gallos, siempre tenía amarrado su gallo preferido al pedestal en donde uno ponía los pies. De repente el bendito gallo le daba por cantar, picotearle los ojos del pie a quien se descuidara y si no lo espantaban, era capaz de hacer sus necesidades sobre la punta de los zapatos. Esta, podría decirse, era la peluquería de lujo sin lujos, sólo porque estaba instalada en la calle principal. Un día llegó un fuereño que también era peluquero y puso su negocio en un cuarto de los bajos de la Pensión Lara. Era un buen peluquero y se distinguía por usar pantalones balún, extremadamente anchos en los extremos de las mangas del pantalón y siempre los usaba blancos y almidonados, al extremo que cuando caminaba por las calles se oía: “raz, raz, raz”, de manera que al escuchar ese roce de los ruedos, cualquier vecino decía: “Allí va pasando don Rafa Pachuco”.

Los cuatro barberos que recuerdo, ya fallecieron. Ahora seguramente habrá otros nuevos y nuevas que habrán instalado talleres con máquinas eléctricas y usan brochas para la espuma y para el talco. Antes, los barberos que yo conocí hacían la espuma con jabón de coche y como talco usaban harina de yuquilla.

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