Juan José Narciso Chúa

La actual situación en Guatemala constituye el resultado de muchos años durante los cuales se acumularon un conjunto de situaciones anómalas que vinieron constituyéndose poco a poco en una reiteración de comportamientos que determinaron una especie de cultura de la transgresión, que al final ha guiado a muchos estamentos de la sociedad alrededor del Estado, que se ha visto como un patrimonio, al que es necesario sacarle todo el provecho posible, sin ningún miramiento del costo social o económico que dicha actitud ha producido para todas aquellas personas que no formaban parte de este círculo de privilegios.

Desafortunadamente esta cultura de la transgresión creció, se diversificó y multiplicó, puesto que la misma representaba una forma “normal” de hacer dinero, de generarse fortunas, de convertir a simples funcionarios en auténticos magnates y “honorables empresarios”, al terminar sus gestiones públicas, con lo cual dicha cultura misma se hacía cada vez más como una situación aceptable, con lo cual se provocó un esquema de comportamiento que afianzaba estos hechos, estableciendo que todos aquellos que estaban fuera de este marco de valores de transgresión constituían personas anormales, tontas o imbéciles, como les llama César García, que no comprendían que todo eso debía hacerse, pues si no, “otros lo harían” e igualmente “se lo robarían”.

Esta cultura transgresora creció con lo cual se incorporaron nuevos actores. Ya no sólo eran los funcionarios, los diputados o los magistrados, sino además incluía a empresarios, principalmente aquellos que se vinculaban a la arena del Estado, para facilitar negocios de compras y contrataciones diversas, pero que resultaban necesarios para profundizar este comportamiento ilícito. Dentro de esta dinámica perversa se propiciaron los “arreglos debajo de la mesa”; los “acuerdos felices” que aseguraban fortunas mal habidas en doble vía; se publicaban cotizaciones y licitaciones “a la carta”; se firmaban “contratos amañados”; se establecían “especificaciones técnicas de baja calidad”, para ampliar los márgenes de ganancia y asegurar comisiones millonarias.

Hoy son públicos los mecanismos diseñados para concertar pagos que constituyen obligaciones del fisco con exportadores, con lo cual se adelantaban o facilitaban los procesos y cheques para corresponder con empresas grandes y medianas, que, ante tal precisión de la transgresión, aceptaban gustosos adelantar pagos para recibir en corto tiempo sus cheques.

Lo peor ha sido que muchas personas de la sociedad también cayeron ante el encanto de esta cultura de la transgresión, pues utilizaron mecanismos que “acortaban trámites”, propiciaban la entrega de “mordidas” para evitar pagar multas; le adelantaban algo al funcionario a cargo de un trámite o al oficial de un juzgado o bien los automovilistas que circulan en contra de la vía, hacen dobles colas para adelantarse irrespetando a quienes siguen las reglas del juego. Los diputados se dieron cuenta que en el marco de esta cultura de la transgresión también podrían beneficiarse y empezaron a generarse “el encanto” imprescindible para aquellos que necesitaban que una ley caminara rápidamente o bien para detener leyes que afectaban a grupos de interés, con lo cual recibían sus “pagos debajo de la mesa” y acrecentaban fortunas, más allá de sus emolumentos normales.

Todos estos contados ejemplos aherrojaron y consolidaron esa cultura oprobiosa de la transgresión, a la cual se sumaba el hecho de contar con una justicia “acorde a sus necesidades”, con lo cual, no sólo se aseguraba la corrupción, sino, tal vez lo más importante, se consolidaba el muro de la impunidad, con lo cual la cultura de la transgresión y sus seguidores seguían mirando a sus pares decentes de la sociedad como auténticos “tontos”, lo cual llevó incluso a una trastocación de valores, con lo cual se elevaba el comportamiento transgresor a un auténtico personaje que sabía cómo moverse y cómo hacer plata fácilmente, dejando a aquellos personajes decentes como un “auténtico peligro”, porque no se alineaban.

Hoy, esta situación cambió dramáticamente, pues el imperio de una incipiente, pero potente cultura de la legalidad emergió en pocos años, de la mano de una fiscal decidida a romper los comportamientos de la transgresión como cultura y acompañada por un comisionado que comprendió que esta cultura continuaba destruyendo nuestro tejido social. El aparecimiento de jueces y fiscales decentes y valientes ha venido a introducir un cambio que hoy constituye el punto de inflexión de una sociedad que quiere salir adelante, ante un conjunto de personajes y actores que únicamente respiran auténticos aires dictatoriales, actitudes conservadoras y anhelos de un pasado de impunidad que, afortunadamente, se está acabando.(continuará).

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