Juan Jacobo Muñoz L.

No sé si ya dije esto antes, pero si así fuera, igual lo vuelvo a decir. No puedo confiar tanto en mi memoria, pero sí confío en el valor del tema que quiero transmitir.

La confianza es un desarrollo que algunos teóricos e investigadores de la psicología han ubicado en el primero y segundo año de vida, es decir en la infancia. La palabra infancia viene del latín infans que significa “el que no habla”. Que importante que se trate de un período en el que la palabra no es el mejor medio de comunicación. Las interacciones humanas y cruzar miradas son más útiles en aquella etapa.

Puntos de vista siempre hay muchos, pero lo que es indudable es que un niño pequeño tiene una vida de relación, y está en interacción constante con las personas que por suerte o por mala suerte tenga cerca.

Que sea una época de la vida tan temprana es lo que ha dado pie a acuñar el concepto de “confianza básica”, que como su nombre deja entrever, se encuentra como la base de todo lo que seguirá en el desarrollo. En el futuro esa niña o niño tendrá que probar sus poderes, crear hipótesis, poner manos a la obra, equivocarse y recomponer, conocerse y reconocerse. Menuda tarea es la que se requiere para ganar en identidad, a la larga el requisito fundamental para vincularse.

Tenerse fe suele ser una famélica condición humana. Pero pongamos mejor un ejemplo de lo que intento decir.

Un niño con hambre y de espaldas a la cama, sin capacidad de verticalizar su cuerpo, no tiene opción, debe llorar. Si tiene que hacerlo hasta desgañitarse y sin obtener una respuesta que satisfaga su necesidad de manera oportuna, podría no confiar en su llanto y por añadidura no confiar en sí mismo en el futuro.

Igualmente, si un niño no alcanza a llorar porque antes de necesitarlo tiene un seno amamantándolo, podría no confiar en su llanto por no conocerlo, y tampoco en sí mismo si fuera siempre una rutina sobreprotegerlo.

A eso sumemos la educación adulta que tiene más de moralista que de consecuente. Ningún niño se muere de hambre si se le deja en paz, pero los adultos tienen a los niños comiendo en sus horarios, igual como los cubren del frío, aunque los niños estén sudando. Se les pide que hagan siestas sin considerar lo revolucionados que son los pequeños, que tienen tanta energía que hasta dormidos intentan hacer algo. Es más, cuando un niño cae en la cama, muchas veces no es que se haya quedado dormido, es que se acaba de desmayar.

El peor de los momentos es, que siendo los niños tan sensoriales y viscerales, no tienen más opción que reaccionar con emociones. Sin embargo por su bien y sin medida, se les exige madurez; y aunque esté bien orientarlos, convendría conectarse un poco con lo que están sintiendo. Pero las emociones están tan devaluadas, que a los humanos solo nos permiten ser lógicos, convirtiéndonos así, en discapacitados emocionales.

Pasa entonces, que si una persona está triste se le señala como alguien débil, y si protesta debe ser aplacada como desafiante. Así, con tan mala formación emocional, las personas se contienen, se hacen las fuertes hasta el día que se desbordan o se llenan de síntomas ininteligibles que serán atendidos con algún sermón o con una pastilla. Difícilmente el tratamiento sea una atenta escucha, una mirada personal o quizá un abrazo.

Queda mucho por avanzar. Mientras tanto, nos seguiremos teniendo miedo y nos atacaremos creyendo con alguna razón lógica, que tenemos razón.

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