Alfonso Mata

Lo viejo siempre se renueva; en nuestro medio, por el contrario, se deja. Nuestra democracia ha sido una tentativa de décadas. Nació como signo prometedor, que trasvasaba esperanza y articulación, en busca de sentido y bienestar para la mayoría; sin embargo, ha desembocado en un signo errante, mantenedor de injustos oportunismos. El Estado no ha podido producir los signos de una nueva organización social y no es que haya perdido el sentido, le ha dado otro.

La democracia, un discurso metafórico para la mayoría de nosotros, se inició como una crítica de todas las formas anteriores de gobierno, especialmente la militar. El militar rompió con el pueblo por décadas, luego, en menos de diez años (1944-54), se volvió a perder y postuló de nuevo su apoyo en principio y en fin, al mejor postor y ese esfuerzo que aparentemente no tuvo principio, tampoco parece tener fin, no ha sido destruido. El protagonista de nuestra democracia, no es el alma del derecho y la equidad, no hay nada de eso en cumplimiento de los derechos universales del hombre. La gobernanza y el gobierno nuestro reposa en un militarismo-burgués, en la separación constante de gobierno-ciudadano, como principio inconmensurable, que no se transforma y que demora cada vez más; que se cubre paulatinamente con las construcciones de la vieja técnica política y un uso indebido, de las finanzas y bienes del Estado.

La democracia de nuestro andar por el siglo XXI, no nos ha dado progreso y menos un ciclo de evolución; ni al gobierno ha alcanzado el poder y la sabiduría, para lograr el desarrollo humano de la nación. El diario vivir, los sucesos del día a día del ciudadano y la nación, nos corroboran eso. Vivimos en medio de una sociedad inestable y sus sucesos, no son sinónimo de progreso sino de detención. No serán ni han sido catástrofes naturales o climáticas, las culpables y más convincentes fuerzas que nos acechan, es la violencia social nacida de injusticias. Su existencia volatiliza la idea de Derecho. Hasta ahora, hemos podido conjurar la hecatombe; la situación no nos ha destruido, pero nuestra idea y comportamiento de un Estado de derecho, es una llamarada que disuelve por igual la dialéctica del espíritu y la evolución del desarrollo individual y nacional. De tal manera que todos ambicionamos pasar sobre “el Otro” sin entender que perder al “Otro” es perderse a uno. Ya no hay purgación del Yo, pues este se ha disuelto dentro de una realidad que le manda “arrebatar” y lo domina, en beneficio de una pasión que lo enceguece y lo vuelve impersonal. El mejor ejemplo lo tenemos en el enriquecimiento ilícito de las fuerzas que cooptan nuestro Estado.

La técnica militarista-burguesa que nos gobierna, no es más que una negación del mundo del derecho y termina por ser una realidad, no una imagen, de la destrucción de la democracia. La oposición entre nuestra gobernanza y nuestra realidad es –y esto es lo más triste y dramático–complementaria, y lo es, porque el comportamiento civil se apoya cada vez más en esa forma de gobernar y ese proceso manifiesta dos condiciones: la elaboración de una política que favorece a unos pocos y su trasmisión y recepción por muchos. Los primeros se sirven de la candidez de los segundos, muy lejos del alma cristiana o de la democracia de la que presumen; y en una barricada opuesta los segundos, sólo que en dirección contraria, peregrinan en los espacios que los primeros dejan, para penetrar y unírseles, provocando en lo moral, la conversión de su alma hacia el olvido de “los otros”.

De tal manera que no nos engañemos: nuestra democracia es una obra hecha por todos y repartida entre todos. No culpemos entonces a algunos. El vagabundeo de algunos por la política no es una alegoría digna de una novela, es una realidad del hombre extraviado y solitario, guiado por un miope sentido de la oportunidad y del olvido de los otros. Solo cambiando situaciones semejantes, conduciéndonos por caminos distintos, podremos controlar los disimulos de nuestra política y decir al final como Erasmo: “He querido advertir no morder: ser útil, y no herir; servir a la moralidad, y no ser su obstáculo”.

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