Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Desde nuestra independencia se aplicó una norma no escrita en el sentido de que la ley era para la plebe y no para los poderosos. En la historia del país se cuentan con los dedos de una mano situaciones en las que el peso de la ley cayó sobre personas que gozaban de cierta posición por su poderío personal o social y el sistema funcionaba prácticamente a la perfección porque existía una enorme chamarra que servía para cubrir a toda la gama de intocables. Por ello es que casos como el de Portillo, el de la Baldetti y el de Pérez Molina no provocaron reacciones de rechazo porque, al fin y al cabo, nunca llegaron a ser parte de esa élite cuya inmunidad era absoluta.

Los primeros meses de la lucha contra la corrupción fueron de regocijo y aplauso unánime a la Comisión Internacional Contra la Impunidad y al Ministerio Público. Iván Velásquez y Thelma Aldana no recibían sino elogios porque los sindicados y sometidos a proceso eran parte de esa plebe que, como ocurrió con Portillo, sí pueden ser enjuiciados por su osadía de querer encumbrarse al círculo de poderío económico sin el pedigrí necesario para abrirse todas las puertas. Mientras tuvieron el poder se pudieron codear con la crema y nata, y hasta se sintieron parte de ella, pero como le dijo un viejo político una vez a Ramiro de León Carpio, “mientras seas Presidente te sobarán la leva y tratarán como par, pero cuando entregués la banda volverás a ser ninguneado como lo fuimos ambos entre nuestros compañeros del Javier.”

¿Cuándo cambió esa marea de aplausos y reconocimientos a la CICIG y el MP por estar depurando al país? Es fácil ver que fue a partir de acciones relacionadas con otros particulares cuando se armó Troya, conformándose la muy amplia alianza que sirvió para consolidar la dictadura de la corrupción mediante la polarización generada por ese señalamiento que marca como izquierdistas a los que hablan de corrupción y como gente decente y respetable a los que hacen ver que la labor de los entes acusadores ha perjudicado el ritmo de la economía y cercenado la certeza jurídica. Y es que como muchos de los derechos fueron adquiridos al estilo Odebrecht o TCQ y así se obtuvieron licencias de todo tipo. Desde la Independencia nos acostumbramos a que la ley era para los pelados o chorreados, pero no para aquel criollo del que habló Severo Martínez.

Pero hay en Guatemala una iniciativa de Ley de Aceptación de cargos que contiene provisiones que pueden facilitar mucho las cosas a quienes pudieron incurrir en prácticas penadas por nuestro sistema legal. Pero el problema es que se trata de una ley que demanda ACEPTAR los cargos que se formulan a efecto de lograr penas menores a las consignadas en la tipificación de los delitos. No es una ley de perdón, olvido o archivo de los cargos, pero tras aceptarlos, cualquiera puede acogerse a los beneficios.

Para cambiar al país tenemos que admitir que la ley es pareja para todos, y con esa visión, absolutamente lógica, podemos emprender la construcción de un país totalmente distinto.

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