Eduardo Blandón
Son las cuatro de la mañana y no me quiero levantar. Diez minutos más, me digo. Me siento cansado. Lejos han quedado los días en que era madrugador nato. En el convento hacía proezas, despertaba para leer. A veces caminaba. Era un peso pesado de las levantadas sin sol. Puro campesino, listo para ordeñar las vacas. Ese tiempo ha pasado.
Apenas soy capaz de llegar con esfuerzo a las cuatro y cuarenta y cinco. Fatigo Veo el reloj, reviso correo y salto ligero a hacer un poco de ejercicio. Quince minutos. No es nada, pero me ayuda a sentirme medianamente satisfecho. Creo que las pesas tonifican mis músculos y me autoengaño al sentirlos fuertes: bíceps, tríceps… piernas. Me siento un poco fatal por abandonarme a la pereza. Me recuerdo que es un pecado capital, pero me da igual.
Bajo al comedor y tomo café. No mucho porque tengo que enfrentarme al tráfico y la bebida es diurética. En esas cosas no pensaba antes, pero con los años se aprende a cuidar la vejiga, uno atiende la próstata. Que con los años se pierde la garantía y ya no se es como antes. No sólo se resiente la voluntad, el ánimo, el ímpetu, sino también se esclerotiza un poco todo. Hay una flojera generalizada.
Veo a mi hijo, 16 años. Pelo negro, abundante, rostro joven. Apenas recuerdo esa edad. Él, metido hasta el cuello en los juegos electrónicos, con novia y ánimo relajado. Yo, en esas circunstancias, diferente, soñando en convertir infieles y hablar con los animales. Fantaseando con la biografía de los santos, según el libro de un tal Butler. Sin novia, raro y reprimido hasta los copetes.
Ya en el carro, detenido en la cuesta de Villalobos, trato de darme ánimo. Recuerdo que mi padre decía que yo todavía era joven y tenía “toda una vida por delante”. No te abrumes, insistía, “si tuviera tu edad”. Son ya casi 50 años, respondía. Y él: “Carajo, son años maravillosos, lejos de las complicaciones de la juventud, las inseguridades, las crisis… aleja la melancolía”.
Entonces pienso que quizá sea el frío lo que me tiene afectado. Me hago la promesa de volver a mis andanzas e inventarme ilusiones: finalizar libros, salir con amigos, cortarme el pelo y reinventar mi barba. Tiene canas, pero ya habrá a quien le guste. Si no, al menos puede servir de pretexto para una buena conversación. No puedo pensar que enero sea el anuncio del fin del mundo.