Víctor Ferrigno F.

Desde el inicio de su gobierno, Donald Trump definió la migración ilegal y a los indocumentados como una amenaza a la seguridad nacional de EE. UU. Paradójicamente, sus políticas antiinmigrantes y las deportaciones masivas se han convertido en un factor de desestabilización económica de países que sobreviven gracias a las remesas, por lo que es previsible que la emigración se incremente.

En el caso de Guatemala, las remesas representan un 11% del Producto Interno Bruto (PIB), cifra que supera por mucho las exportaciones de productos tradicionales como azúcar, café, banano y cardamomo (Agexport, 2017). En las políticas monetaria, cambiaria y crediticia para 2018, se proyecta un crecimiento del 10.3% de las remesas.

En los últimos diez años, el monto de las remesas se duplicó, pasando de US$4,128.4 millones en 2007, a US$8,192.2 millones en 2017. Lo enviado por los migrantes el año pasado equivale a unos Q60 mil 48 millones, que representan casi el 78% del presupuesto nacional de 2017.

En dos platos: Guatemala no sobreviviría sin las remesas que envían los tres millones de compatriotas que trabajan en EE. UU., de los cuales se estima que 800 mil están ilegales, bajo amenaza permanente de ser deportados. En 2017, sumaron 65 mil los repatriados, afectando la economía de miles de hogares y la del país.

Al problema económico se ha sumado el político, por la crisis humanitaria de los niños migrantes. Según datos de la Oficina del censo de EE. UU., 59 mil 692 menores no acompañados fueron interceptados en la frontera sur de EE. UU., en el año fiscal del 1 de octubre de 2015 al 31 de septiembre 2016.

Si a lo anterior añadimos que la corrupción consume un 20% del presupuesto del país (Icefi); el 30% de los jóvenes entre 14 y 25 años no estudian ni trabajan; que el 57% de la población vive en pobreza, con altas disparidades territoriales; que las tasas de homicidio son tres veces más altas comparadas con el resto de Centroamérica; y que Guatemala es el cuarto país más vulnerable del orbe ante los desastres naturales, no es de extrañar que la migración acuse un aumento exponencial, ubicándonos como un problema de seguridad nacional para el coloso del norte.

Lamentablemente, a esta compleja realidad el presidente Trump responde con medidas represivas, sin buscar alternativas viables para legalizar a los indocumentados y promover un desarrollo sostenible, que evite que el 9% de la población del Triángulo Norte de Centroamérica (TNCA) quiera emigrar.

Trump derogó en septiembre pasado el decreto de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, en inglés), creado en 2012 por Barack Obama y que otorga estatuto legal temporal a unos 690 mil jóvenes indocumentados: los dreamers. Esperanzadoramente, ayer el juez federal William Alsup suspendió temporalmente la medida.

Pertinaz, el lunes pasado Trump canceló el Estatus de Protección Temporal (TPS) de El Salvador, poniendo en riesgo de deportación a casi 200 mil inmigrantes indocumentados, que llevan casi dos décadas en EE. UU. El gobierno les dará plazo hasta el mes de septiembre de 2019 para abandonar el país o buscar una salida legal a su situación.

En noviembre próximo serán las elecciones legislativas en EE. UU., y los analistas prevén un voto de rechazo a Donald Trump. Con una nueva correlación política en el Congreso podría ser posible contar con nuevas leyes migratorias, para resolver un fenómeno que las políticas de EE. UU. generaron a lo largo de la historia.

Por ahora, los hombres, mujeres y niños que salieron en busca del sueño americano sufren bajo el fuego amigo, como denomina la jerga militar al fuego fratricida.

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