Luis Fernández Molina

En el libro del Apocalipsis, capítulo 21, San Juan nos comparte la visión que tuvo de una ciudad grande (doce mil estadios por lado) cuyo “muro será de jaspe; pero la ciudad de oro puro, semejante al vidrio limpio” (v. 18). Los cimientos del muro estarán “adornados con toda piedra preciosa. El primer cimiento de jaspe; el segundo, zafiro; el tercero, ágata; el cuarto, esmeralda; el quinto, ónice; el sexto, cornalina; el séptimo, crisólito; el octavo, berilio; el noveno, topacio; el décimo, crisoprasa; el undécimo, Jacinto; el duodécimo amatista. Las doce puertas de perlas” y repite “la calle de la ciudad era de oro puro” (v. 21). En esa ciudad “ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (v 4).Pero esa será la Jerusalén celestial, a la que muy pocos van a poder acceder porque “no entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira” (v. 27). Aló, aló, ¿se oye?

Pero por hoy nos tenemos que conformar con una Jerusalén terrenal, menos escatológica. Una que no es de oro sino de dura piedra color arena (amarilla) que utilizan profusamente en grandes en sus muros y paredes, hasta de casas (una ley obliga que todas las construcciones deben ser de ese color y material). Se asienta la ciudad en medio de unas colinas de tierra café arenoso, en terreno algo seco, aunque muy mejorado por extensa reforestación. En esta Jerusalén no habitan querubines ni serafines, solo imperfectos humanos.

Los primeros informes del lugar se remontan a cerca de 4,000 años (aunque seguramente hubo asentamientos neolíticos). La época de Jesús está cabal en medio de esa cronología, dos mil años adelante estamos nosotros y dos mil años atrás la época del primer patriarca. Abram vivía en lo que hoy es Iraq, en Ur, una ciudad desaparecida que estaba en Mesopotamia, al sur de Babilonia cerca del actual Kuwait. Recibió la orden divina de trasladarse hacia el oeste, a una tierra que habría de ser el patrimonio eterno de su descendencia. Ya en posesión de esta tierra, Canaán, Abram recibió otro mensaje: sacrificar a su hijo y heredero Isaac. Aquí empiezan los problemas porque los musulmanes aseguran que el niño era Ismael, hijo que tuvo Abram con la esclava Agar y primero en la línea islámica. Las crónicas y la tradición indican que el solemne acto del sacrificio se desarrolló en la parte alta de un monte (aplanado para la construcción del templo), el monte Moriah. Según ello era un lugar deshabitado, agreste toda vez que el patriarca tomó un cordero (salvaje) que se enredó con los cuernos en unos matorrales. Atención con la comparación del cordero que se ofrece en con el sacrificio de Jesucristo. Sin embargo, otros reportes indican que allí estaban los jabuseos a quienes derrotaría David. También se menciona a Melquisedec como gobernante y sumo sacerdote de ese lugar.

Cerca de cinco siglos después vivió Moisés en Egipto, Madián y Sinaí, al terminar su azaroso viaje de 40 años –conforme relata el Éxodo—llegó cerca, apenas pudo avistar de lejos la Tierra Prometida. Por lo tanto en sus muchos textos no hace mayor referencia a Jerusalén. Fue David quien, cerca del año 900 a. C., decidió fundar la capital del reino judío en “la ciudad de David”; ya sea que estaba inhabitada o que haya derrotado y desalojado a los ocupantes jabuseos. Y es aquí donde realmente arranca la historia moderna, la trágica saga de Jerusalén, la ciudad más eterna que la mismísima Roma. Lugar donde habita “la niña de los ojos” de Dios (Zacarías, 2.8).

 

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