Alfredo Saavedra

Desde Canadá.- Gigantescos árboles, con abundancia decorados, presiden en estos días las principales plazas de numerosas ciudades de todas las Provincias de Canadá, dentro de las celebraciones anuales de Navidad, con patrocinio de las respectivas municipalidades o los gobiernos provinciales, en tradición centenaria en un país caracterizado por una vocación forestal con arraigo en las políticas gubernamentales para la protección de la flora y la educación que para el objeto observan la ciudadanía.

La ciudad de Halifax de la Provincia de Nueva Escocia, como lo ha hecho durante muchos años, ha transportado uno de esos enormes árboles hacia la ciudad de Boston, Massachusetts, Estados Unidos, en un gesto de amistad recíproca, para que en la plaza central de esa populosa ciudad luzca el esplendor de un árbol navideño para júbilo de sus habitantes. La tradición de los árboles gigantescos de Navidad está afirmada así también en los países de Europa Central, en particular en la región nórdica, de donde se atribuye el origen del árbol de la festividad.

Algunos datos históricos coinciden en informar que el árbol “de Navidad” se originó con las celebraciones del solsticio de invierno en la antigüedad, probablemente con los Celtas, civilización que se remonta a la Edad de Hierro, situada unos mil años antes de nuestra era, calificada también como el grupo de sociedades tribales de Europa. Con ese antecedente se habría incorporado el árbol de esas festividades al Cristianismo cuando principió el auge del mismo en el cuarto siglo de nuestra era, luego del Concilio de Nicea en el año 325, con lo que en tiempos posteriores, tal vez al principio del segundo milenio se establecería la tradición del Árbol de Navidad.

Pero en tiempos modernos esa tradición deja de ser asociada con la religión y sectas del protestantismo consideran pagana esa tradición, lo que no está lejos de ser cierto si se tiene en cuenta el origen de las festividades del solsticio de invierno, cuando las mencionadas tribus de Europa rendían culto al Sol, más de mil años antes del Cristianismo. Como sea, en los países de Norteamérica, Canadá y Estados Unidos, lo mismo que los de Europa Central, el Árbol de Navidad tiene un simbolismo social decorativo para alegría de las comunidades en general, pero en particular para los hogares donde la infancia se regocija con los regalos, abrigados por el resplandeciente Árbol de Navidad.

En estos días en las grandes y hasta pequeñas ciudades se arremolinan las multitudes vaciando los almacenes en la compra de todo lo que tenga que ver con las festividades para el regocijo familiar, en contraste con la congoja de los pueblos en crisis por las guerras, el terrorismo y la miseria de poblaciones como las de Siria, Yemen y Burma, con la tragedia de los millones de refugiados que en esos lugares están sometidos al castigo de la intemperie, el hambre y la enfermedad. ¿Habrá alguna esperanza para esos seres humanos de tener algún día no un árbol de Navidad, sino uno donde cuando menos cobijarse en paz, alejados del signo de la muerte dictado por quienes tienen el dominio del mundo?

Sin olvidar también la inseguridad con que viven los habitantes de nuestro país Guatemala, acosados por la delincuencia, abandonados en sus necesidades por la falta de asistencia de un Estado regido por un gobierno sin la capacidad que demanda esa responsabilidad. Más de la mitad de un siglo separa a los guatemaltecos de los tiempos cuando la Nochebuena era celebrada en el seno de los hogares tranquilos o en las calles por donde se podía transitar a toda hora sin la amenaza que asfixia en esta época a la ciudadanía que anhela tener la paz y tranquilidad que les confiere el derecho de vivir. ¡Feliz Navidad para todos!

 

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