Juan Jacobo Muñoz

Creo poder sostener que cada ser humano cree lo que quiere, lo que necesita o lo que le alcanza creer. A la larga, por razones conscientes e inconscientes, todos hacemos de la vida más que un registro, una interpretación. Y la memoria, más que una reproducción de eventos es una reconstrucción individual, dependiente del impacto que tuvieron en nuestras vidas.

Entre el debe y el haber de las experiencias humanas, unas duras y otras estimulantes; la mayoría abierta o tácitamente y por motivos distintos, acepta que la vida vale la pena vivirse. Digo que lo acepta, tomando en cuenta que no se ve a tanta gente quitándose la vida, al menos no de manera cruenta y directa. Pero tampoco puede negarse, que en el fondo habita la amargura.

Esto me parece importante porque creo que el odio puede tener el mismo discurso que el amor. Trastocar las palabras es una de las tretas del diablo. Por ejemplo, hablamos de valores y muchas veces no vivimos en ellos; lo que irremediablemente termina lastimando el alma. Pero es así, cuando el ego está hipertrofiado o mal ajustado, solo pide cuentas, y a veces sentimos hundirnos entre facturas. El esfuerzo de la vida debería ser no dejar que nada se hipertrofie, y aceptar que todo tiene su justa medida.

Cada vez que se acerca la Navidad todos empezamos a sentir cosas, nos llamamos unos a otros hipócritas por eso, lo cual puede no ser un mal punto; pero tal vez sea también un aviso de que nos contiene la ternura, a la que rehuimos por hacernos sentir vulnerables. Es más fácil y más generador de resultados ser poderoso y no amoroso. Que le vamos a hacer, así funciona.

Alguna vez escribí que nos vamos a morir diciendo que lo material no importa; y hasta vamos más allá, diciendo que solo las cosas baratas se compran con dinero. Este es un buen ejemplo de conocer un valor y no vivir en él. Nos pasa todo el tiempo y así funciona el mundo, hasta la Navidad funciona así.

Un referente mío, es que mucha gente que lo conoció me ha dicho siempre que mi padre era bueno, pero que no era ambicioso, señalando con eso una falencia. Lo curioso es que yo lo conocí bien y sé que era sumamente ambicioso, nada más que ambicionaba los tesoros del alma. Siempre he supuesto que si nos dejó poco en las manos, fue porque intentó llenarnos el corazón. Tenía su forma de ser padre, una ni mejor ni peor, solo era la suya. Sin embargo, descubrí muy niño que Santa Claus era él, cuando escondido lo vi colocar bajo el árbol unos regalos. Ya hombres los dos, solía decirme que lo peor que se le puede hacer a un niño es robarle su niñez.

Navidad es nacer. Nacemos como un montoncito de instintos que se mueven más por el miedo que por la conciencia. Luego nos influye la sociedad y nace el ego que pretende tenerlo todo claro y ser poderoso. Uno le toca el ego a la gente y le vende hasta piedras; porque no tiene expectativas propias sino universales, por eso vive enojada, porque nunca es suficiente. La gente cree que la libertad es hacer, cuando muchas veces es dejar de hacer. Uno solo puede convertirse en lo que uno es, cuando quita lo que sobra. Pero en el mundo todo es emocionante, estimulante y embriagante, y uno embriagado es capaz de intentar cualquier cosa.

¿En dónde depositar la confianza? Tal vez en nuestras buenas manos. No en el poder, el dinero o las relaciones. Debe haber un tercer nacimiento, el de la vida espiritual como cada quien la conciba. El símbolo de Jesús es magnífico, un buen ejemplo de cuando el que nace es el que regala.

No conozco el insomnio, el estreñimiento o la envidia; pero conozco la angustia, el miedo, la tristeza, la ira, el hastío y el escepticismo. Me ha costado entenderlos, duele; la vida es un nacimiento continuo al que hay que atreverse.

Mi regalo de Navidad es una invitación. Vamos a buscar a la oscuridad, allí debe haber mucha luz.

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