Víctor Ferrigno F.

El cáncer de la corrupción política infecta a las sociedades y a los Estados en América y el mundo. Además de las miles de vidas que se pierden cuando los políticos y los empresarios lucran con el erario público, dejando sin salud, educación y justicia a la ciudadanía, lo más grave es que ésta pierde la confianza en la política, o sea en la institucionalidad, y sale a la calle a pelear por sus derechos, como en Honduras, dando lugar a nuevas guerras, de corta, pero devastadora duración.

Por regla general, las normas y las instituciones en Centroamérica han sido diseñadas por las élites dominantes, para asegurar su beneficio personal, a costa del hambre de las amplias mayorías. Así, además de controlar al Estado para procurarse riqueza, controlan el aparato de justicia, para asegurarse impunidad. Corrupción e impunidad son un dúo inseparable, pues la primera no puede existir sin la segunda.

Cuando las masas desposeídas y marginadas se insurreccionan por hambre y desesperación, las élites hacen uso de la represión y la ley de Caifás: al jodido, lo joden más. Ese es el círculo perverso de nuestra historia, que ha dado origen a un Estado patrimonialista. El politólogo Nathan Quimpo, de la universidad japonesa de Tsukuba, define el patrimonialismo como «un tipo de regla en la que el gobernante no distingue entre patrimonio personal y público y trata los asuntos y recursos del Estado como su asunto personal».

Es por lo anterior que la clase dominante y corrupta (política, empresarial, militar y religiosa) se indigna cuando el Ministerio Público y la CICIG persiguen y encarcelan a corruptos de cuello blanco. Si esos ciudadanos primados “solamente” evadieron impuestos, o se vieron “obligados” a sobornar funcionarios ¿por qué encarcelarlos? según su concepción patrimonialista.

Pero la sobrevivencia de leyes e instituciones patrimonialistas ya no es compatible con un mundo globalizado e interconectado, donde la ciudadanía se entera de las corruptelas en tiempo real. Por eso, la clase política y el empresariado que maman del Estado tienen los días contados, pues la impunidad se acaba, aunque “son duros de matar”, como la hidra de mil cabezas.

En Guatemala, tenemos al expresidente Pérez y a la Baldetti encarcelados por corruptos, sujetos a una creciente cauda de delitos patrimoniales, pues cada testigo protegido que declara en su causa los hunde más. A estos se unen exmagistrados de la Corte Suprema de Justicia, diputados, altos funcionarios de los principales bancos, empresarios acaudalados y los principales constructores de obra pública.

En El Salvador están bajo proceso los tres últimos presidentes (Flores, Saca y Funes), así como el exfiscal general, Luis Martínez, y el conocido empresario Enrique Rais. En Honduras Juan Orlando Hernández es acusado de saquear el Seguro Social y tener vínculos con el narco, amén de haberse robado las elecciones recién pasadas.

En Nicaragua acusan a la familia Ortega-Murillo (presidente y vicepresidenta) de haberse adueñado de casi todos los canales de radio y televisión, así como de enormes negocios, fraguados con fondos de la ayuda venezolana. En la civilizada Costa Rica, han sido condenados tres expresidentes por corruptos (Calderón, Figueres y Rodríguez). Y en Panamá el expresidente Martinelli es investigado por delitos patrimoniales.

En 2015 protagonizamos un levantamiento ciudadano contra la corrupción, que debe devenir en una revolución moral y cultural contra la impunidad, para cambiar a nuestra nación y construir un auténtico Estado democrático de Derecho, donde haya transparencia y auténtica justicia para todos.

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