Alfonso Mata

Los ministros son los agentes del Presidente, no siempre sus amigos y por consiguiente su medio a través del que ajusta y concede cargos y empleos y por supuesto contratos. De tal manera que son “Huéspedes” de paso, con privilegios casi nunca gratuitos. Puede ordenar, pero no hacer lo que le plazca, ni revelar acuerdos. Es una potencia oculta e ilimitada de otros y debe sufrir los trancazos y la servidumbre de la comedia política y aunque ello lo fatigue, es el costo del premio: ser el titiritero detrás del telón político y eso le concede el honor de ser parte del sindicato de los negocios y en raras ocasiones, el dueño.

De su personalidad ¿qué podemos decir? Es un hombre político más por necesidad y conveniencia y casi nunca por vocación. Sus pensamientos nacidos de otros cerebros, le son ajenos y es por eso que producen tan patéticas e irreales ideas sobre el bien para la gente. Tienen y adoptan una forma de hablar ambigua medio sugiriendo a veces, medio revelando otras, pero nunca se sabe con acierto ¿qué saben? Sobretodo lo que van hacer, por una simple razón: ellos muchas veces, tampoco lo saben.

Es una personalidad que siempre vive en disminución: disminución del tiempo en que estarán en el cargo; disminución de tiempo para hacer lo que quiere; disminución de tiempo para mandar. Y esas disminuciones, las neutraliza con aumentos: Aumento del tiempo y actos de lo que otros quieren; aumento de la producción sacrificando calidad; aumento de perfección de negocios dentro de la institución y por supuesto aumento de la capacidad de ocultar.

Cuando se relaciona de lo que hacen, el más con el menos, la cosa no funciona y desaparece la armonía de lo que debe ser gobernar las instituciones ministeriales. Los aumentos significan una ganancia ajena muchas veces a la institución y a la población y las disminuciones un aspecto negativo, para lo que se debe hacer para la institución y la nación. Resultado: nunca se avanza.

Pero creo que en el arte que más se desarrolla el Ministro, es en el arte de disimular y eso le transforma el carácter: discute como un docto aunque no lo sea, habla con seguridad, aunque lo que dice ni él se lo crea. Siempre empieza, por donde debería terminar. “¿Quién dijo eso?” y “¡eso no es así!” son sus frases favoritas. Ya montado en el macho, no se deja dominar. El remordimiento no se lo puede permitir o perdería el alimento de su mesa: ambición y poder, que le alcanza aún a espaldas de la ley y no podría acceder al tónico que le permite saltar clase social… perdón, económica también.

Las observaciones de sus técnicos, no hacen mucha impresión en él, a no ser que hablen su mismo punto de vista y entonces se rodean de los que están en “sintonía” con ellos, pero a los pocos meses de estar en su cargo, se produce el melodrama: creen saber más que los otros. Desde ese momento, miran a los demás con una especie de interés y sarcasmo y algunos condescendientes, sienten gran lástima por lo perdidos que andamos todos.

Así que dentro del mundo ministerial, poco a poco el Ministro se va replegando a los extremos más temibles: déspota en el reino de su conocimiento y anárquico en el de su administración. Pero a base de “comer prestado” –suena más elegante que presionado y en contubernio, el puesto poco a poco le carcome sus principios y en este caso lo correcto, es decir que se vuelve “licencioso” y le obliga a no perderse en cosas superfluas, como es pretender cambiar lo irremediable dentro de un sistema que ya es y funciona. Un ministro no puede cambiar algo aisladamente e insertarlo en un complejo que busca “otra cosa”. Puede que haya sus excepciones, pero con excepciones, no se construye el mundo.

Hay una cualidad en los ministros digna de mencionarse: son vendedores de esperanzas, a pesar de todas las hipocresías y retóricas que usa. Al final, un exministro sentenció su frustración en una frase: “nada es mío”.

 

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