Luis Enrique Pérez

El Tribunal Supremo Electoral propuso, recientemente, un proyecto de reforma de la Ley Electoral y de Partidos Políticos. El proyecto incluye una reforma cuya finalidad es que los ciudadanos puedan destituir a aquellos funcionarios públicos que han sido electos democráticamente, si después de dos años de desempeño, no satisfacen la expectación del pueblo. No es la única reforma que propone ese tribunal; pero es una de las más acertadas.

Nuestro país necesita reformar las instituciones, o las leyes, o los procedimientos del régimen democrático de gobierno, precisamente para que los ciudadanos no solo tengan derecho a elegir Presidente y Vicepresidente de la República, y alcaldes y diputados, sino también derecho a destituirlos. Este derecho debe ser tan importante como el derecho a elegirlos.

Afirmamos que si el ciudadano no tiene derecho a destituir a los funcionarios públicos que él mismo ha elegido, la democracia es una estúpida forma de gobierno, que autoriza a procurar el mal común. Es una absurda forma de gobierno, que equivale a emprender una aventura política cuyo producto puede ser el suicidio de la sociedad. Es una perniciosa forma de gobierno, que fomenta la demagogia y, con ella, la estafa política, y hasta la ruina del Estado.

También afirmamos que si el ciudadano no tiene derecho a destituir a los funcionarios públicos que él mismo ha elegido, la democracia es una peligrosa forma de gobierno, que puede obligar a los gobernados a reclamar violentamente la devolución del poder que pacíficamente adjudicaron mediante el voto. Es una mutilada forma de gobierno, que despoja a los gobernados de la posibilidad de corregir un impredecible error electoral, y defenderse de las peligrosas transformaciones que puede sufrir el candidato electo cuando ya ejerce las funciones públicas adjudicadas mediante el voto.

Finalmente, afirmamos que si el ciudadano no tiene derecho a destituir a los funcionarios públicos que él mismo ha elegido, la democracia es una fraudulenta forma de gobierno, que posibilita que tales funcionarios ejerzan el poder del Estado para beneficiarse con tanta ilicitud como impunidad, o con tanta ineptitud como ilegitimidad. Es una torpe forma de gobierno, que consiste en adjudicar incondicionalmente, en cada proceso electoral, el poder soberano del pueblo. Y el poder del pueblo es, por consiguiente, poder soberano solo cuando hay un proceso electoral, y no cuando el candidato elegido ya ejerce funciones públicas, es decir, cuando ese poder sería más valioso.

Empero, si el ciudadano tiene derecho a destituir a los funcionarios que él mismo ha elegido, se reduce el riesgo de que la democracia sea peligrosa aventura, lesiva concesión de privilegio otorgado a quienes gobiernan, próspera demagogia, ansia de violento derrocamiento de gobernantes, o indigna tolerancia de un delictivo o de un inepto ejercicio del poder público. Y entonces es posible que el pueblo delegue solo condicionalmente su precioso poder soberano, y no persista en ser resignada víctima de catastróficos errores electorales.

La democracia que solo otorga el derecho a elegir, es democracia parcial, o ficticia. La democracia que otorga también el derecho a destituir, es una democracia total, o auténtica. Es la democracia que nuestro país necesita para evitar que los políticos puedan ser la peor maldición nacional. La democracia parcial o ficticia ha sido causa principal de los tormentos políticos que ha sufrido nuestro país. Y tal parcialidad o ficción suscita un reprimido conflicto entre gobernados ansiosos de derrocar a los gobernantes que ellos mismos han elegido, y gobernantes delictivos o ineptos que reclaman el derecho a gobernar hasta que transcurra el tiempo máximo de gobierno que la ley permite.

Evidentemente, una democracia auténtica no puede garantizar que quienes han sido elegidos mediante el voto, serán buenos gobernantes; pero por lo menos puede garantizar que, si no lo son, serán destituidos, y que el mal que causan será extinguido antes de que pueda multiplicarse con ímpetu devastador.

Post scriptum. La democracia debe ser esencialmente derecho a destituir a quienes los ciudadanos, mediante el voto, han elegido para desempeñar funciones públicas.

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