Pedro Pablo Marroquín Pérez
pmarroquin@lahora.com.gt
@ppmp82

Para mucha gente el fenómeno TCQ es un sueño húmedo por la simple y sencilla razón de que es un caso emblemático en el que subsistió un negocio pactado y estructurado de forma ilegal en el que salvo Pérez Molina (y alguna de su gente) y un par de pelagatos del empresario español que luego le vendió a APM, los demás están muy cómodos entre quienes destacan Ángel Pérez Maura y Allan Marroquín quien fue llevado a la portuaria para consumar negocios.

Hubo quienes dijeron que como el puerto era necesario, era mejor hacerse de la vista gorda y buscar “salidas”; otros, que como las mafias y sindicatos tienen de rodillas al Estado, no se podía operar y había que buscar quién; algunos decían que como el Interventor “era buen tipo” y les caía bien, era sano escuchar su propuesta; otros, que para evitar una demanda, era mejor buscar un acuerdo porque había mucho dinero en juego incluyendo el de ahorrantes, pero la realidad de las cosas es que el puerto hoy opera bajo el podrido esquema que se fraguó por una mordida y ha sido el único caso en el que se iniciaron acciones de extinción de dominio para devolverle el bien a los dueños.

Ese antecedente ha marcado el rumbo en algunas cosas y por eso fue que el Ministro de Comunicaciones anunció con bombos y platillos que estuviéramos tranquilos porque los largos de Odebrecht no nos iban a demandar y solo le faltó decir gracias; además, ha servido de punto de partida para que alguna gente, preocupada por los efectos de la justicia, diga “mira, es que debemos buscar una salida tipo la de TCQ”, pues su percepción es que el país salió ganando a pesar del origen y apuestan por olvidar el vicio dizque para ver al futuro.

Y traigo todo esto a colación porque cada vez más son las voces que se alzan en la búsqueda de salidas que nos permitan alcanzar una especie de justicia transicional en los temas de corrupción. Ya tenemos algunos ejemplos de personas que han aceptado su culpa, Julio Carlos Porras, Jorge Luis Agüero y Álvaro Mayorga, y está claro que no puede haber cincuenta colaboradores eficaces, pero independientemente de cuál termine siendo la vía, si es que se acuerda ese camino, creo que vale la pena compartir algunas cosas que he escuchado.

Primero, han dicho, se debe reconocer los hechos que son susceptibles de ser considerados delitos, para luego dar paso a ese pedido de perdón que es tan necesario en un genuino arrepentimiento y así dar lugar a la penitencia (ahí está el meollo del asunto), para posteriormente comprometernos a que no se vuelva a hacer, sabidos que si hay reincidencia las consecuencias serán devastadoras porque no se puede incentivar aquello de “peco, me confieso, vuelvo a pecar y luego me vuelvo a confesar y listo”.

Pero creo que hay un tema fundamental y entiendo que hay muchos que han tenido la capacidad de verse para adentro y reconocer que como hay cosas positivas hay negativas y entienden que los actos en la vida tienen consecuencias y piden oportunidades para reivindicarse.

En cambio hay otros para quienes “eso de andar aceptando” es signo de debilidad pues están convencidos de que vivimos en un país en el que la ley es la del más fuerte e inescrupuloso: piensan que son honorables de manera vitalicia, por decreto, y están dispuestos a hacer lo que sea necesario para que ningún brazo de la justicia los alcance, dispuestos a llegar a las últimas consecuencias, y sobre esa premisa desean que se construya el futuro de Guatemala, con tal de salvar su pellejo.

Otros, como los diputados, desean mantener los vicios dando la apariencia que las cosas cambian, pero en realidad trabajan por cimentar la porquería y de gente con esas intenciones, que los hay en alguna buena cantidad, es de quienes debemos cuidarnos para que no sean éstos quienes marquen el rumbo del futuro y mantengan secuestrado al país en el nombre de una institucionalidad que ha servido para fomentar los vicios del sistema.

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