Luis Fernández Molina
Retorna el fiambre con los vientos de noviembre y con los fríos de fin de año. Es la advertencia anual, permanente, de los ciclos de la vida en los que estamos inmersos como una hoja en el torbellino: “Recuerde el alma dormida/avive el seso y contemple/cómo se pasa la vida/cómo se viene la muerte/tan callando.” Es el fiambre un encuentro familiar que tiene sus raíces hundidas en los días perdidos de la época colonial. No hay reporte cierto de cuándo empezó a formalizarse ni quiénes fueron sus promotores. No se sabe cuál es la “receta original”. Cada abuelita asegura que su preparación es el más fiel reflejo del delicioso plato; con modestia dirá que no es invención suya, sino que una herencia de su abuela que a su vez lo habrá heredado de la que fue su abuela. En todo caso una cesión de propiedad intelectual que se transmite en hojas amarillentas a lo largo de las generaciones.
El fiambre es un plato muy peculiar, aparentemente fácil de elaborar, pero es todo lo contrario. Requiere mucha destreza culinaria y bastante trabajo manual. Podría prepararse en cualquier día, marzo, agosto, pero es impensable comer fiambre en otra fecha que nos sea el primero de noviembre. Es que el fiambre es un rito, una ceremonia, una solemnidad. Es como el viático que acompaña los umbrales del fin de año.
Curiosamente se celebra el primero, el Día de Todos los Santos, no el Día de los Difuntos (que es el 2). En todo caso es una fiesta que se dedica a los difuntos, familiares y amigos. Básicamente por dos motivos: para tener siempre presentes a los familiares fallecidos; y así también, egoístamente acaso, reservamos nuestro espacio para que en el futuro aquellos que dejemos se acuerden de nosotros. Por otra parte estos rituales se preparan para que se sosieguen las ánimas de los muertos recientes que, según creencia popular, deambulan por la tierra sin encontrar reposo o su camino a la eternidad (de aquí la costumbre de colocar una vela y un vaso de agua a la par de un reciente). En algunas regiones se cree que los muertos regresan ese día a las casas o lugares donde vivieron.
Las solemnidades de difuntos se viene realizando desde antiguo, las civilizaciones más remotas tenían sus propios ritos, valga de ejemplo el extendido culto de los egipcios por la otra vida y por aquellos que habían cruzado al lado poniente del Nilo. En un contexto más cercano los países de Europa Occidental, de fuerte influencia católica romana, establecieron a noviembre como el mes de los muertos: de primero los muertos que reconocidamente han merecido la gloria y canonización, ellos son “todos los santos” (que no tenían alguna fecha en particular en el jubileo) y luego los que murieron con “la esperanza de la resurrección”, ello comprende a todos los cristianos -ordinarios como usted y yo- que habían fallecido. La época de las oscuridades coincide con las tradiciones celtas y nórdicas que celebran el 31 de octubre (día de brujas); es que para entonces es claro que se entraba en los días más sombríos, hasta que el 22 de diciembre que era la noche más larga y en ese preciso punto se revertía el ciclo de la luz, nacimiento de la luz.
En nuestra Mesoamérica se potencializó el ceremonial fúnebre con la mezcla de los europeo de tendencia religiosa y la de los pueblos originarios para quienes la muerte era algo familiar y social; de ahí el culto a las calaveras, a los sacrificios humanos, a las deidades del inframundo.