Juan Jacobo Muñoz

No quiere decir que no lo fuera, no soy quien para eximirme, pero intento plantear un punto referencial que pueda ser útil para ciertos análisis.

Hecha esta aclaración; si yo fuera un psicópata, sería un sujeto en el uso de mis facultades para discernir entre lo que está bien y lo que está mal de acuerdo con la norma social vigente, pero aun así me plantearía con mis propios códigos, desdeñando los de los demás. Apelaría más a la simpatía que a la empatía y buscaría siempre salirme con la mía.

En esencia sería un mentiroso con fascinación por el engaño y los recursos fraudulentos para embaucar a los que fueran vulnerables. Me conduciría por impulsos, es decir buscando alivios malsanos y gratificaciones instantáneas. Mis decisiones más que acciones serían reacciones, y aunque sabría el daño que estas provocan desatendería la culpa sin ningún remordimiento.

Mis motivos serían espurios y actuaría más incentivado por cosas superficiales que por verdaderos propósitos de profundizar en algo o de llegar lejos en una empresa de largo aliento. Si algo mereciera durar más tiempo, encontraría gente trabajadora que lo hiciera y a la cual yo explotaría con argumentos elevados y moralmente convincentes.

Me molestaría toda la gente, principalmente despreciaría a los que son fáciles de maltratar. Y aunque no las respetara en el fondo, me asociaría con personas inmorales y dispuestas a retorcer las cosas, y a ignorar los valores y principios de una sociedad con equidad. Es más, imitaría a los que me parecieran exitosos y pretendería talentos y capacidades que sin ser sinceros convencerían a muchos de mi refinamiento.

En ese sentido, exageraría lo que soy y disimularía mis limitaciones. Contaría historias fantásticas de mí y con eso garantizaría conseguir muchas cosas. En el fondo sé que sentiría mucha ira por saber que aquellas cualidades serían imposibles para mí, por mi falta de ética y de compromiso con mi crecimiento personal. Sería pues un camaleón, cambiando de imagen o de colores según la ocasión.

Igual que la ira, me movería el anhelo de poder y de sentirme intocable. Disfrutaría sádicamente al ver los esfuerzos de los demás por darme gusto y su sufrimiento ante mis exigencias y extralimitaciones. Se sentirían siempre despreciados y con necesidad de convencerme de que los aprecie. De todo eso me encargaría instintivamente, como cualquier depredador que acorrala a su presa.

Involucraría gente en responsabilidades por las que yo nunca respondería aunque para mi fueran los beneficios. Para eso está la gente, para usarla. Los sentimientos siempre serían un estorbo.

A la hora de cualquier infamia e inclusive delitos, mi primera intención sería la de no ser descubierto. Sin ninguna duda tendría habilidad para vivir encubierto volando bajo radar. Que no me agarraran sería mi mejor opción. En caso de una eventualidad tendría cómplices menores que cargaran con la culpa.

De cualquier manera me cuidaría de dejar todo preparado y apuntaría mis baterías a que la víctima tuviera la culpa y nadie le creyera. Para eso trataría de que prevalecieran todos los prejuicios y que las personas, incluyendo jueces, empleadores, familiares y cualquiera que se colocara en situación de juzgar, tuvieran dudas y no se atrevieran a señalarme.

En resumen, para ser un psicópata eficiente, confiaría en tres cosas: en que los demás fueran ingenuos, que yo me portara como un carnicero y en la reacción común de reírse que tiene la gente ante un discurso atentatorio.

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