Francisco Cáceres Barrios
caceresfra@gmail.com

Llevamos tiempo de padecer dos cosas que nos traen de cabeza a los guatemaltecos. La primera es que la corrupción y la impunidad de las autoridades no hay quien las contenga. De nada sirvieron las manifestaciones populares de 2015, pues al poco tiempo estamos sufriendo la franca insensatez de nuestras autoridades, de amplios sectores de la población, como de nuestro sistema de justicia, al negarse rotundamente a cumplir con las más elementales normas éticas, morales y legales, como por ejemplo, que el mismo presidente haya tomado dinero ilegalmente de las arcas nacionales pero, al ser descubierto haya corrido a reintegrarlo para que, cuando se pretendiera investigar su mal proceder, se alegara tranquilamente que fue un error y “cosa juzgada”.

De esa cuenta, la decepción, la frustración y el desencanto retornaron al ánimo de los guatemaltecos. ¿Para qué protestar o manifestar?, argumentan algunos, si a la vuelta de la esquina volveremos a toparnos con los magistrados o jueces a quienes poco les importa el que hayan varios procesados judicialmente, si la política o costumbre de “taparse con la misma chamarra”, como bien decía Skinner Klée, es la que impera tarde o temprano, por lo que la insensatez colectiva va a seguir haciendo trizas la mejoría, el desarrollo y el progreso de nuestro país, no digamos de la población entera.

La segunda insensatez que a diario nos toca comprobar es el tránsito de vehículos automotores, el que de anárquico y desordenado pasó de un momento a otro, casi sin darnos cuenta, a un caos de tal naturaleza que nadie se logra escapar de sus consecuencias, muchas de ellas fatales. De esa cuenta, cambiarse de carril intempestivamente y sin señal alguna, se ha vuelto cosa común. El irrespeto a las vías autorizadas, a los límites de velocidad, al correcto estacionamiento y demás normas legales para conducir un vehículo se ha vuelto una mala costumbre, para que aquel llamado “Reglamento de Tránsito” ahora recibe el apelativo de viejo, pues no se adapta a la vida moderna. Mientras que el Alcalde responsable del cumplimiento del mismo sigue haciendo sus berrinches en procura de salvaguardar sus intereses.

Es tal el grado de insensatez al que hemos llegado, que ahora el que un funcionario público presente la renuncia a su cargo ya no tiene la importancia o trascendencia que en otros tiempos podíamos apreciar. El honor, la dignidad o el respeto a sí mismo pasó a ser cosa de segunda importancia, al igual que los diputados, quienes después de haber cometido las peores barbaridades, como la de aprobar leyes a favor de la corrupción y la impunidad, simplemente las dejan sin efecto, sin responsabilidad alguna y aquí ¡paz y después gloria!

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