Juan Jacobo Muñoz Lemus

Tenía una relación de esas que se sienten bonitas. Le parecía que después de tantos trajines y desengaños llenos de traiciones y vergüenzas, había topado con alguien que sabía valorar su interior y con quien suponía entenderse solo con verse a los ojos.

Durante mucho tiempo se había cuidado de no sufrir o al menos así lo creía, con una especie de conjuro íntimo que a manera de letanía que solo ella entendía, la protegía de ser engañada y herida. Una de esas cosas compulsivas que se subordinan a alguna obsesión. De todos modos, a nadie le importaba, solo a ella. Al final estaba hablando de su vida.

El caso es que se conoció con aquel hombre y luego de un ostracismo de tiempo, se atrevió a salir de la crisálida para exponerse a esa metamorfosis que promete el amor, o la ilusión en su defecto. Lo hizo cargada con sus premisas básicas, con las que siempre construía todos los silogismos que tenían que ver con ella, su opinión de sí misma y su papel en la vida.

Premisas hay muchas. Decimos que a alguien le va bien porque hace dinero, o que es admirable porque tiene algún talento. En su caso, cuando se trataba de hombres no podía ver sus defectos, pero si se trataba de ella misma era lo único que se veía. Digamos que no se tenía mucha fe.

Sintió cosas, como otras veces, y enamorada de sus sensaciones envolvió con sus ideales a aquel hombre, que si mucho le sirvió de pantalla de proyección a todos sus anhelos inconscientes. Por supuesto que él también era un inconsciente porque hizo lo mismo con ella, y así, ambos coincidieron en ser el uno para el otro. Se veían a los ojos y en silencio parecían decirse que algo les debía la vida porque ahora les pagaba con ellos.

Preferían no hablar de la suerte, y aunque no había ningún diseño o un plan definido, cambiaron la casualidad por la causalidad y se declararon súbditos del destino. Juntos fueron construyendo un camino de tiempo corto, en el que, a pesar de lo reciente, los recuerdos pasaban de ser un modesto registro a una apoteósica interpretación.

Se extralimitaron, y como ya se sabe, cuando se intenta desafiar a la realidad, se encuentra el límite que hace retroceder. Es como estirar un hule, no importa a donde lo llevemos, tenderá a regresar a su posición natural o a veces peor, a romperse. Pero es difícil entrar en razón, que es como aceptar el sacrificio, bajar expectativas, ponerse a trabajar y ser humilde. Toda situación incomprensible sugiere un capricho.

La situación dio de sí, el hombre se enredó con otra. En las historias todos son culpables, solo hay una forma de no serlo, no ser parte. De ahí que a la gente solo le queda decorar su tragedia y dramatizar el fracaso. Hasta parece que la vida sin drama no tiene sentido, como si nadie quisiera sentir el gusto que da la tranquilidad.

Sintió odio, culpa, venganza, vergüenza y amor. Si hubiera querido, no habría podido tener emociones más básicas. No quería perdonar al infiel como si ella tuviera algo que ver y sin entender que todo era una cosa de él consigo mismo. Pero es comprensible que quisiera tener vela en el entierro y así se aferraba a su sed de justicia, como pasa con cualquier rito, que no convierte, pero convence.

Bien lo dijo Haracourt: partir, es morir un poco. Ella no quería morir, quería quedarse, aunque fuera rabiando; no se atrevía a ser olvidada, no lo podía tolerar.

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