Alfonso Mata
En toda sociedad humana, los detalles de su actividad, depende de las emociones, pasiones, disgustos, mortificaciones, contrariedades, agrados, provechos, beneficios, percepciones, esperanzas, temores y propósitos que sienten y experimentan sus miembros y sus líderes y que los hace reconocerse y emitir juicios para llegar a algo. La evolución de las sociedades, el deseo de entrarle a experiencias y creencias, se ha complicado más y más y exige de modificaciones más rápidas de costumbres y de leyes con el fin de que en lugar de continuar destruyéndonos, nos toleremos; con el fin de que en lugar de responder a nuestros temores con violencia, fraudes y chantajes, lo hagamos con justicia y equidad.
Para que se dé una democracia plena, se necesita de un Estado que represente el juicio e intereses generales de la nación y sus gentes y de satisfacción a sus justas demandas, debiendo de discernir sobre habilidades y prácticas para lograrlo. Pero en un gobierno sin representación plena y que cesa de ejercer su autoridad legítima, al no decidir en beneficio del pueblo, prostituye su misión y deslegitimiza su mandato.
Para empezar, es absurdo hablar de libertad de selección de autoridades y funcionarios, cuando el pensamiento detrás de este primer momento ciudadano, descansa en escoger “elegir entre lo menos peor”; eso es coartar la libertad de selección y al haber límites en ello, no hay legitimidad de representación aunque la haya en la forma en que se emite el voto y lo que se produce luego de eso, es un acto de gobernanza muy débil, por carencia de transferencia adecuada de soberanía que produjo el sufragio, que envuelve limitaciones en traspaso de autoridad moral en el mismo del ciudadano a la autoridad. Un sistema de tal índole, facilita la entrada de sujetos malhechores, con la facultad de dirigir y actuar a su antojo y carentes de una moral aceptable y en ese momento, la lealtad política y ciudadana cesa, ante fines que empiezan a ser perseguidos más allá del buen gobierno.
Una democracia, no debe caer en el juego de que lo que legitima algo, es el cumplimiento de una ley que obliga a un acto que de por sí ya tiene defecto moral, como es votar por alguien impuesto, generando en el traspaso de poder con el voto, un contrato. Si el receptor de tal poder como es el funcionario y la autoridad pública, viola el mandato para el cual fue investido en el ejercicio del cargo, el ciudadano está en la obligación y derecho de retirar lealtad y con esto, se pierde la legitimidad para ejercer el cargo y se debe responder ante la violación del mismo.
No queremos propiciar una discusión metafísica, pero es necesario señalar que los medios (el votar para unos y ganar para otros) significa el traslado de un poder para fines muy claros (bienestar y gobernanza honesta para lograrlo) basadas en competencias y autoridad moral para realizar eso que va incluido dentro de la trasferencia de poder que lleva el voto y cuando se rompe la forma y se pierde el fin, cesa el contrato del voto y por consiguiente el investido pierde legitimidad ante el votante. Es esto lo que han perdido nuestras autoridades al faltar al contrato. Es ese acto de violación o no, lo que define legitimidad y no el número de electores que le dio el cargo.
Por tanto, la legitimidad se gana o se pierde según actuaciones, son el cumplimiento de fines, los que determinan legitimidad y no los medios porque se llegó a un puesto; fines que vienen estipulados en las leyes y que determinan cumplimiento de mandatos que al violarse, automáticamente retiran el poder de actuación concedido al violador; lo deslegitimizan de actuar en nombre de los que le confirieron el poder y en un ejercicio pleno de democracia, se debe tener la posibilidad de que el soberano pueblo, tenga tal poder. Sin esta libertad de deslegitimizar dentro de la democracia, el combate entre apetitos y virtudes, entre error y verdad, deja en la penumbra virtudes y verdades, fundamentos de la verdadera democracia, hunde en dictaduras y tiranías a la nación.