René Leiva

Enterado el conservador del Registro Civil, cómo y desde cuándo, de las transgresiones de don José y dejarlo hacer, muy a propósito se ha convertido en cómplice de las anomalías en las entrañas mismas de su rígida e inveterada institución, en la que pretende un cambio innovador, ya no separar las fichas de muertos y vivos. Si los muertos se archivan entre los vivos, por estar juntos, será más fácil encontrarlos y más difícil, hasta cierto punto, olvidarlos… Recordar a los muertos perpetuará su vida… El conservador, incitado por la aventura de don José, ya no quiere enterrar a los muertos en la Conservaduría General, que para eso, cabe pensar, está el cementerio… El severo y altivo jefe, un repentino revolucionario amante de la vida… Bueno, ¿por qué no? Si los muertos son arrinconados en el pasado, entre las más lejanas y polvorientas sombras del edificio, volverán a ser presente si se archivan con los vivos… Algo así.

Quién lo hubiera imaginado, ¿incluso el lector apóstata, el lector paralelo?, entre el autoritario, hosco, arrogante, conservador y el sumiso y apocado don José –pero no servil, no cobarde–, una vez descubiertos los pormenores de la extraña aventura del escribiente, brota un vínculo de engaño al convenir ambos en que la mujer desconocida y suicida debe seguir viva, y entonces es necesario destruir la ficha donde aparecía la fecha de muerte y el certificado de defunción, si es que existe, y será don José, quién más, el que deba… Así, para que la mujer desconocida siga viva, para que persista en el fichero de los vivos, para que, en palabras del conservador, esta historia absurda tenga alguna conclusión lógica, ¿de veras?, don José debe volver al laberinto de todos los nombres, esta vez con un equipaje menos metafísico, menos abstracto, ¿menos platónico?, más vivencial; con la sugerente autorización del conservador, de cuya mesa saca la linterna y el hilo de Ariadna, una de cuyas puntas se ata al tobillo antes de ahondar en el tenebroso dédalo.

El punto final del relato, en que don José se adentra tal vez por última vez en las tinieblas de la Conservaduría a la busca del presunto episodio postrero de su aventura, es la puerta que se abre al lector. Donde o cuando se cierra la escritura se destapa la lectura. Sin ese (aparente) final no habría un principio de desciframiento. Por eso, en parte, la obra no termina de hacerse hasta no ser leída, dicho un tanto perogrullesca/mente. El lector siempre comienza por el punto final. La puerta que el autor sigiloso cierra, más furtivo un lector abre. Pero nunca enseguida. Esa puerta cerrada debe madurar, permanecer así durante al menos dos, tres, cuatro estaciones, consolidarse, echar raíces, recibir sol, viento, lluvia, silencio… Que no se abra ante los llamados de la novelería o, peor, del mercadeo libreril o intelectuoso.

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(En el país de la eterna a los llamados partidos políticos y su ley electoral, el camino al poder les fue allanado/facilitado con la sangre vertida por el terrorismo de Estado, la feroz contrainsurgencia, el genocidio, el asesinato de intelectuales, estudiantes, dirigentes sindicales verdaderos, religiosos católicos, periodistas independientes, políticos humanistas, etc., que, no obstante desempeñarse en la “legalidad”, jamás fueron citados, oídos ni vencidos en tribunal alguno. ¿Verdad o mentira?)

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