Luis Enrique Pérez
Hasta un análisis superficial muestra que la Ley Electoral y de Partidos Políticos tiene que ser reformada. Empero, aquello que no necesariamente muestra tal análisis es la naturaleza de la reforma. Por ello, no es suficiente protestar contra la ley actual, y exigir que sea reformada. Es necesario proponer la reforma que se exige, o proponer una nueva ley, que pretenda sustituir a la ley actual.
Independientemente de que la ley sea reformada o sustituida, es mi propósito exponer algunas consideraciones que conciernen a la naturaleza de una legislación sobre procesos electorales y partidos políticos. Inclúyense consideraciones que suponen una reforma de la Constitución Política; pero no por suponerla carecen de validez.
Primera. La ley debería evitar que el poder público sea comprado por patrocinadores financieros que pretenden que ese poder sea servidor de su interés privado. Es una de las cuestiones más complejas de una legislación sobre procesos electorales y partidos políticos; y hay que insistir en que comprar poder público mediante el financiamiento de una campaña electoral, para que tal poder sirva a un interés privado, es uno de los principales cimientos del Estado corrupto. Para evitar esa compra, no creo que sea suficiente, ni conveniente, que el Tribunal Supremo Electoral se convierta en una agencia de contratación de mensajes publicitarios de las organizaciones políticas. Tampoco creo que sea suficiente imponer un límite máximo de los recursos financieros que pueden ser invertidos o consumidos en un proceso electoral.
Segunda. La ley debe brindar a los ciudadanos la oportunidad de destituir, por ineptitud o por corrupción, a los funcionarios que ellos mismos han electo democráticamente. Por ejemplo, cinco por ciento de ciudadanos empadronados podría solicitar esa destitución; y la mayoría de ciudadanos, mediante consulta popular, decidiría destituirlo o no destituirlo. Si fuera solicitud de destitución del Presidente de la República, sería una consulta nacional. Si fuera solicitud de destitución de un alcalde, un síndico o un concejal, sería una consulta municipal; y si fuera solicitud de destitución de un diputado, sería una consulta distrital electoral. Hasta podría elegirse, en la misma consulta popular, al funcionario que sustituiría al funcionario destituido si, por supuesto, la decisión de la mayoría de ciudadanos fuera destituirlo.
Tercera. Debería haber, por mandato constitucional, un número máximo de diputados. Los diputados no deberían ser electos “por planilla”, sino que los ciudadanos deberían elegir a cada diputado, es decir, elegirlo individualmente. Por supuesto, no tendría que haber diputados “por lista nacional”, sino solo diputados electos individualmente por distrito. Tampoco tendría que haber diputados suplentes, o diputados que realmente no fueron electos, que sustituyan a otros. Si hubiera una diputación vacante, debería ser electo un nuevo diputado. Colígese que un diputado que, por cualquier motivo, cesara en el ejercicio de la diputación, tendría que ser sustituido por un nuevo diputado electo.
Cuarta. Los partidos políticos no deberían tener el privilegio de proponer candidatos a diputaciones. Precisamente ese privilegio ha contribuido a corromper el Organismo Legislativo, constituido por el Congreso de la República. Efectivamente, tal privilegio invita a convertir la candidatura a una diputación en un negocio mediante el cual se adquiere poder público legislativo para que sirva a un interés privado. Idealmente, tampoco los partidos políticos deberían tener el privilegio de proponer candidatos presidenciales.
Quinta. Los gobernadores departamentales deberían ser electos por los ciudadanos. Efectivamente, la función del gobernador es precisamente gobernar el departamento; y parece sensato que sea electo por los ciudadanos de cada departamento, y que estos mismos ciudadanos puedan destituirlo. Los candidatos a gobernador departamental serían propuestos por partidos políticos, o por comités cívicos.
Post scriptum. En la ley actual, el complicado proceso de autorización de un partido político, y el privilegio que tienen los partidos políticos de proponer candidatos a Presidente de la República y a diputaciones, propicia la compra de poder público para servir a un interés privado.