René Leiva
¿Puede el lector olvidar un cierto fragmento calado con inquietud, pasar por alto alguna incidencia, hacerse el baboso (sic) ante determinado párrafo más o menos importante, escamotear un pasaje, restar interés a un significativo lance o percance de la narración, sin buscar ni dar explicaciones, motivos o razones ni siquiera a sí mismo? Puede.
Leer es también un acto soberano, en que se cultiva una reservada soberanía respecto al texto precisamente; se ejercita poder o autoridad en o sobre la lectura sin más control que el nacido del criterio, de la imaginación, del capricho, del sentido lúdico, del descubrir al experimentar. Y, sabido es, soberanía y soberbia comparten genes etimológicos.
Ciertamente, la supuesta soberanía del lector, su manera de leer, no cambia ni una coma, no altera ni una tilde, porque su modesto, secreto imperio está en los consabidos límites de la subjetividad, del sujeto pensante por oposición al objeto pensado (el libro, el relato). Ajá, sujeto pensante y desbarrante.
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Un rasgo curioso peculiar en don José es que ignora cómo, por qué y cuándo toma determinada decisión ante la cual no hay revocación posible. No sin sorpresa, descubre que ha adoptado una tal resolución ya insoslayable, obligada y obligatoria, a modo de trascendental compromiso consigo mismo. ¿Cómo y por qué desobedecerse?
Después de un enigmático sueño y un mordaz diálogo-monólogo con el techo de estuco (en el que por primera vez, por boca del techo, se menciona la palabra amor), don José decide visitar a los padres de la mujer desconocida, ahora también suicida, previo ejercicio de imaginar de manera concisa y determinante los probables trazos de las circunstancias posibles que le tocará vivir, que por fortuna coinciden con la azarosa realidad, gracias a una misteriosa premonición del propio relato, que entiende mucho de señales encubiertas. Un recurso narrativo que ahorra espacio y repeticiones, cabe añadir. Al cabo, ¿no son los hechos, las acciones quienes cuentan a medida que suceden) (?)
Al día siguiente de la visita a los padres de la desconocida, lunes de trabajo, don José indaga en el colegio donde ella fuera alumna y también profesora de matemáticas, pero en ambos lugares los lacónicos pero expresivos diálogos no aclaran los potenciales motivos del suicidio de la suicida. Pero don José ha logrado, vía la madre y en secreto, las llaves de la desconocida y su última dirección.
Con dos conocidos elementos de la fórmula ideal, ironía y piedad, la historia describe con medido laconismo las austeras habitaciones de soltera, divorciada, que ocupara la mujer desconocida, ahora ¿profanadas? por don José. En la penumbra íntima y recatada, el escribiente recorre a pausas los escasos y asombrados aposentos de esa soledad y ese silencio en reciente viudez.
En esa comunión con la muerte, con la ausencia, con lo ignorado, don José desiste de buscar algún indicio escrito que, de haberlo, denote o pruebe los móviles del suicidio; desiste porque, quizás, la presión, la tensión, el peso de esa vida cortada a tajo, tan desconocida y ausente es tal, que siente su propia levedad como una sombra más, un hilo opaco en la urdimbre de esa penumbra.