Juan Jacobo Muñoz Lemus
Declaro que es posible sentarse frente al televisor, ver un noticiero que ofrezca cincuenta noticias y opinar sobre cada una de ellas.
Etimológicamente, la opinología podría ser la disciplina encargada de analizar las opiniones de otros. Pero a manera de un neologismo, puede aplicarse a todos aquellos que emiten opinión y comentan sobre cualquier cosa en los medios de comunicación y redes sociales; aunque no dudo que también en ambientes cerrados y privados como trabajo y familia. Así, se ha convertido en un concepto de uso común para designar a los que opinan y se constituyen en opinólogos. La opinología, “es mal que anda”, dirían las abuelitas.
El punto es, que cualquiera se atreve a opinar sin miramientos, sin tener idea y sobre cualquier tema. Se supone que todo esto puede hacerse apelando a la libre expresión del pensamiento. Es decir, que cada uno puede decir lo que quiera.
Tener méritos académicos puede ser un criterio útil para emitir una opinión. Pero eso dejaría al margen a mucha gente que quiere opinar. También podría contar como válido, el tener alguna experiencia en el área que se critica. Pero nunca puede ser válido que prevalezca el concepto unipersonal y unilateral de: “lo que me gusta a mí y lo que no”.
No es lo mismo un opinador u opinante capaz de abundar en un tema específico, que un opinólogo que a la postre es un todólogo que se pasea superficialmente por todos los temas.
Hay mucha gente locuaz que tiene habilidad para discurrir sobre algo. Y ocurre, que quienes escuchan o leen lo que estas personas dicen, dan por válidos los contenidos, porque también son superficiales en su anhelo por entender. Además y siendo sinceros, sabemos que cualquiera se adhiere a lo que encaja con sus intereses, principios y prejuicios, y hasta con sus perversiones algunas veces.
Que toda la gente consciente o inconscientemente lleve agua a su molino es algo bien sabido. Pero tener un poco de información no autoriza a pronunciarse como autoridad. Tampoco haber leído algo del asunto temprano en la mañana. Mucho menos aceptar información sesgada que pudiera provenir de alguna vía maliciosa. De allí el riesgo de los opinólogos, que interpretan a su gusto con subjetividad antojadiza.
No está de más entender, que hay temas que apasionan y hacen que la gente se vaya de frente sin reflexionar porque se siente entusiasmada. Y si recordamos que etimológicamente el entusiasmo significa tener un Dios mitológico dentro de uno mismo, es fácil comprender que la gente actúe como poseída, y que caiga fácilmente en la pasión, que tiende a ser irresponsable y destructiva.
“El asunto es muy claro porque a, b y c…” dice uno de los intervinientes. Otro replica diciendo: “Si bien es cierto que a, b y c, el asunto es todo lo contrario y queda muy claro porque d, e y f”. Lo esencial es que ambos hablando de lo mismo, logran algo opuesto y al final no se aclara nada. Y así, los temas terminan en un manoseo insalubre que más confunde que dar luz.
Muchas veces he querido creer que la verdad no tiene versiones, que las cosas son lo que son y que todo se resuelve llamándolas por su nombre, poniendo a cada una en su lugar y dando a todo un orden lógico; dentro del marco de una realidad que debe ser sagrada e intocable, para que los humanos no pongan los límites donde ellos los quieran.
Diferir es bueno, incluso vital; pero no a costa de la realidad.