Eduardo Blandón
“Los hombres ya no tienen tiempo para conocer nada; compran las cosas ya hechas a los comerciantes; pero como no existe ningún comerciante de amigos, los hombres ya no tienen amigos”.
El Principito
Me encuentro con amigos de antaño y no puedo dejar de pensar en lo bueno que Dios ha sido conmigo. Hay entre ellos tipos estupendos como Raúl. Hago cuentas y me percato ahora que hay varios con ese nombre en mi vida. Este Raúl, sin embargo, a diferencia de los otros, también estupendos, destaca en nobleza, generosidad y un estado beatífico permanente que no hace sino recordarme al Buda relajado, según lo representa la literatura.
Nos saludamos y, como si hubiera sido ayer, nos abrazamos con la amabilidad de siempre. Por la prisa cotidiana, apenas cruzamos un par de palabras, lo habitual, estado de salud, lugar de trabajo, la familia, una broma. Sin embargo, la cordialidad confirma ese lazo invisible de un cariño permanente inmodificable por el tiempo. Vienen después los recuerdos de la amistad.
La memoria, a veces saboteadora, meliflua y misteriosa, preserva recuerdos que en el caso de los amigos es imposible distinguir de la fantasía. El caso es que uno conserva “par coeur”, momentos en los que los amigos están ahí: en días de alegría e instantes grises. Cuando todo es monotonía o quizá fuera de serie. El denominador común es su compañía, la palabra amable, la sonrisa, los sueños compartidos y los temores que con el tiempo se difuminan y provocan risa.
Un amigo, se dice, es un tesoro. Y lo es. Porque el amigo quiere la felicidad del otro y, aun cuando puede haber desavenencia, molestia y conflictos, no hay duda de los buenos sentimientos. Un amigo es puerto seguro, materia dispuesta, permanentemente dispuesto a ayudar, sacrificarse y dejar un poco la piel por el que se quiere.
El del amigo es un amor quizá “agápico”. Desinteresado y profundo. Incondicional. Va más del altruismo en el que se quiere en términos universales basados en una idea o una convicción. Los amigos se quieren aquí y ahora aunque esas circunstancias superen lo temporal. La amistad es un milagro y, como tal, un estado de particular gracia en la vida.
Ese milagro ha sido constante en mi largo viaje y por ello encontrarme con Raúl también me ha hecho recordar a los amigos ausentes. Los pasajeros y efímeros. Los de pequeñas jornadas y días ligeros. Todos, han sido parte del peregrinaje y germen de días espectaculares, imposibles de borrar.