Juan Jacobo Muñoz Lemus

Hay tantas situaciones difíciles en la vida, que a veces, podríamos sorprendernos con algún momento de alegría y bienestar. Camina uno por la existencia y lo que ve son rostros cariacontecidos.

Aflicción, perplejidad, desencanto, tristeza, frustración, miedo y muchas más; son las emociones que van dándole color a los días y llevando a tomar decisiones. Son parte de la vida y no podemos tratarlas como a intrusas.

Toda situación de amenaza o de pérdida es como pasar de la omnipotencia a la vulnerabilidad en un santiamén, y puede hacer perder el equilibrio, incluso al más impasible. Y aunque aceptar las pérdidas sea parte del desarrollo humano y hasta un proceso de crecimiento personal y fortalecimiento que prepara para futuros eventos aún más grandes, el asunto no deja de ser doloroso.

Una pérdida amenaza la integridad medular de las personas que en el peor de los momentos deben crear nuevos puntos de referencia para paliar la inseguridad que viene con el vacío existencial. Y aunque la presencia y la ausencia no son iguales a la vida y la muerte, muchas veces así se viven.

Podría decirse que uno no debe vivir esperando las pérdidas, y que solo debe aceptarlas. Y también que no se debe vivir para retener, sino para crear y crearse a sí mismo en esa tarea productiva. Algo que viene bien al plano filosófico, pero que metido en la hoguera, nadie es capaz de reflexionar.

Sentir la irrealidad de la incredulidad, pasar por un doloroso proceso y reincorporarse a la rutina diaria, toma tiempo y requiere esfuerzo. Y aunque es cierto que el consejo se agradece y, no se replica; también lo es, que hay que ser prudente al opinar sobre las circunstancias en la vida de cualquiera.

Es una opción intervenir cuando alguien pasa por una situación sensible y dolorosa, pero también es fácil ser demasiado agudo. Lo mejor sería no empeorarlo todo, con trivialidades como decir que por algo pasan las cosas o que Dios sabe lo que hace o, exigir reacciones estereotipadas y querer apresurar el duelo. De pronto y sea más útil permanecer de manera accesible, ayudar a actualizar la pérdida para que no se estanque, despejar los sentimientos escondidos y fortalecer la confianza.

Todo ser humano necesita aceptar la realidad de la pérdida, sentir el dolor, ajustarse al espacio lastimado y retirar la energía de lo que se ha perdido; cosas que para muchos suenan a traición y falta de amor.

Cualquier persona que sufre necesita tiempo en soledad para entrar en contacto sincero con sus sentimientos. Debe descansar, por eso se mueve lento. La experiencia dolorosa agota no solo física y emocionalmente sino también de forma espiritual. Se requiere de un período de menor tensión que de seguridad para moverse a un ritmo distinto en lo que nace la esperanza de que con el tiempo todo será menos doloroso. Incluso requiere un espacio de distancia previo a la aceptación del cariño y el cuidado que otros quisieran prodigar, y para empezar a atreverse a pequeñas metas o hasta para tolerar las recaídas.

Es bastante sencillo; el dolor no se puede prevenir ni curar, la única forma de recuperarse es sintiéndolo. O como dijo atinadamente alguna vez Gibran Jalil Gibran: “El dolor es la fractura de la cáscara que envuelve el entendimiento”.

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