René Arturo Villegas Lara

Cuando menos lo sentí, fui saliendo del vientre de mi madre, en un momento en que el sol ni siquiera echaba bostezos para dar su resplandor de un nuevo día: eran las cuatro de la mañana de un martes 24 del mes de octubre. Cuando la Nía Chila Rodríguez, mi partera, me limpió con un pañal remojado en un brebaje de agua tibia a base de alucema y unas ramitas de eucalipto blanco, sentí un frío desconocido que recorrió toda mi rabadilla, aunque el pañal estaba algo calientito. Entonces me envolvió en otros pañales que había preparado mi abuela y ya en la ternura de los brazos de la parturienta, empecé a buscar sus pechos, sin encontrar ni una sola gota de leche. Entonces, en protesta, empecé a berrear como ternero destetado y no hubo mamón con agua azucarada que me hiciera callar. “-Vaya a llamar a la Eugenia-”, le dijo la Nía Chila a mi padre, quien la encontró en el corredor de su rancho del barrio El Champote, a la hora del nixtamalero, preparando la masa para las tortillas de la mañana. La Eugenia tenía cinco días de haberse alentado y guardaba suficiente leche en sus pechos morenos, para alimentar a Felipe y a mí. Allá lejos recuerdo sus dos pezones negros como Huiscoyoles de río, a los que yo me prendía dos veces por día como si la existencia no tuviera futuro. Casi por un mes se repitió la escena con mi Chichigua y gracias a su estirpe xinca, sus pechos eran dos cuernos de abundante leche. Muchos años después, como su rancho quedaba a la orilla de una vereda que me llevaba al río Ixcatuna, en donde aprendí a nadar por instinto, pasaba frente a ella y la miraba con ternura. Si no estaba torteando, estaba tostando café para la tienda de los Cerrate, en donde lo molían y lo vendían envuelto en cualquier papel que se tuviera a la mano. Siempre la saludaba con respeto y gratitud. Mi abuela me contaba que la Eugenia había trabajado en su casa cuando ella se vino a vivir a este pueblo, después de casarse con mi abuelo de nacionalidad mexicana, que tomó el camino del exilio por andar de revoltoso con los dorados de Pancho Villa. El marido de la Eugenia era el señor Santiago, del consejo de ancianos del pueblo, y se dedicaba a sembrar maíz y frijol de enredo en los astilleros municipales. Recuerdo que la Eugenia vestía al traje xinca: corte azul con innumerables cuadritos blancos, blusa blanca, como huipil y un collar de coralitos rojos. Regularmente se trenzaba en dos su cabello largo y las trenzas se las amarraba alrededor de la cabeza, sosteniéndoselas con un cordelito de lustrina roja. Por muchos años de mi niñez tuve la oportunidad de sentarme en un taburete que tenía en el corredor y platicar con ella, mientras sus manos aplaudían a la hora de echar las tortillas. Siempre la recuerdo: era una mujer de gran estatura que solía llegar a platicar con mi madre. Un día que yo preparaba las lecciones del cuarto año de primaria, Felipe pasó frente a mi casa. Él era de mi edad. Al verlo pasar, mi madre me dijo: “-Felipe es tu hermano de leche-”.

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