René Arturo Villegas Lara

El reloj de la comandancia siempre daba las doce de la noche, ya cuando toda la gente del pueblo estaba durmiendo, incluyendo a los dos soldados que montaban guardia en la atalaya y que cada dos horas tenía que gritar: !Parte noveeedaaad¡ La verdad es que nunca cumplían con esa advertencia de paz, pues lejos había quedado el tiempo en que el sereno se paraba en cada esquina, advirtiendo que se podía seguir durmiendo con tranquilidad, pero esa noche sucedió algo que nunca se había oído, pues no se puede decir que alguien lo haya visto. Resulta que desde la primera casa del barrio de San Sebastián, casi a diez cuadras del atrio de la iglesia, por donde principiaban las faldas del Tecuamburro, se oía que arrastraban un inmenso cuero, como de un viejo buey de tiro de carreta, que pasaba por calles y callejones haciendo un ruido que no solo despertaba a todo el vecindario, sino que se les despelucaba cuanto pelo tuvieran en su cuerpo; y los que aún no los tenían porque no habían llegado a edad de pelechar, soltaban llantos sin que les doliera nada. El ruido que hacía el cuero al rosar con las piedras era como si a los lejos se oyera venir un fuerte aguacero. Entonces, los perros empezaban a aullar, los gallos y las gallinas cacaraqueaban a media noche, los caballos y las yeguas relinchaban en los corrales y los gatos se metían debajo de las camas. Todo ese perpetuo silencio hacía que el ruido del cuero fuera más intenso, más tétrico y el miedo cundía en todo ser viviente que no fuera sordo. La noticia de ese nuevo espanto hizo que el intendente municipal llamara a un cabildo abierto para tomar medidas para evitar que el cuero siguiera intranquilizando y asustando a la población. Incluso se mandó a llamar al padre Damasio, un viejecito español de la orden franciscana, que tenía como cuarenta años de estar al frente de la parroquia, y aunque el seguidos de San Francisco no creía en esas cosas, que eran de gente pagana, ofreció regar agua bendita en calles y callejones, para conjurar al cuero, recomendando colgar trenzas de ajos en las paredes de las esquinas, porque el olor del ajo suele ahuyentar a todo espíritu chocarrero. Doña Agapita, mujer de camándula y oraciones, aconsejó que al oír el arrastre del cuero, se cantara la salve en cada casa, por si trataba de almas en pena que quisieran rogaciones para descansar en paz. Durante muchas noches oscuras y sin luna, se estuvo escuchando el ruido del cuero, al extremo que los buses que partían hacia la capital, trasladaron sus horarios de salida hasta que despuntara el sol, pues la gente no se atrevía a dejar sus casas y caminar hasta el parqueo de la estación. Un día, el propietario de la camioneta La Niña se fue a la Boca del Monte para consultar el caso a los que saben de esas cosas y que le dieran una contra que realmente fuera efectiva. Una tarde, se vio que descargaban muchos quintales de sal que traía una camioneta y luego la regaron en todos los empedrados, que casi parecía que hubiese nevado. Desde esa vez no se volvió a oír el ruido del cuero y la vida en las noches y las madrugadas retornó a la normalidad. Cuando al Señor Yeyo, el brujo mayor del pueblo, se le preguntó que qué había pasado, se concretó a decir: “Es que la sal sirve para muchas cosas…”

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