Juan Jacobo Muñoz Lemus

Nunca se sabe en dónde va uno a topar con alguna novedad. O lo que es más importante, dónde va a enriquecerse la conciencia con nuevos aprendizajes. Difícilmente uno aprenda solo de lo que lee; lo hace también de lo que vive y de lo que viven otros.

Me pasó una vez, hace años ya, posiblemente muchos dependiendo de quien haga la medición; que tuve que ingresar en una prisión para conocer la condición mental de un hombre. Ya se sabe, lo de siempre: había que evaluar si estaba en el uso de sus facultades mentales, si tenía juicio suficiente cuando cometió la acción por la que se encontraba privado de libertad, si podía asistir a juicio y si había indicios de que pudiera ser peligroso para la sociedad.

Las prisiones no son lugares acondicionados y me tocó conocer a aquel hombre y conversar con él recostados en una pila con lavadero. Fue él quien me dijo que no me preocupara, que el lugar era espléndido para la entrevista. Lo hacía sonriendo y con ánimo festivo. De hecho ese era su cuadro clínico: Predominio de emociones alegres no justificables externamente, bienestar, placer, alegría y confianza en sí mismo derivadas de la exaltación de los sentimientos vitales.

El pensamiento era de velocidad aumentada y lleno de ideas que se sucedían una tras otra muy productivamente y ejerciendo presión por salir, aunque alcanzaba a ser de manera ordenada pues lograba llegar a la meta que se proponía.

Las cosas que había hecho no eran pocas, y se podría acotar como diría mi abuelita, que aquel hombre no era cualquier baba de perico. Estaba sindicado de infracción a las leyes penales en cosas muy graves y de fatales consecuencias. No las negaba, más bien las explicaba aunque sotto voce, es decir que en voz baja y a modo que no se enterara todo el mundo. Cosas que en realidad no vienen al caso dentro de este relato, pero que él admitía con cierta ligereza, propia de la condición mental que en aquel momento padecía.

Habló de muchas cosas, lo hizo con una verborrea incesante y con el ánimo desenfadado. Hizo bromas para suavizar lo que decía y sobreestimó los motivos que había tenido para hacer lo que había hecho. Era un hombre confeso que no lograba ni siquiera ser atemorizante, hasta caía simpático.

Al valorar su prospección, pidiéndole un análisis de sus posibilidades futuras tomando en cuenta los datos de que disponía, se hizo evidente que no tenía claro su destino y que tampoco alcanzaba a entender la magnitud de las cosas por las que iba a tener que responder ante la ley.

Pero hizo algo que llamó mi atención. Era parte de su sintomatología y alteración del pensamiento. Por la velocidad de sus asociaciones mentales se desviaba de la idea original y, en base a la consonancia de las palabras, hacía ideas nuevas. Fue así como me dijo:

-“Hay que tener paciencia dóctor”. Y luego de decirlo se puso una mano en el corazón y repitió “paz”, y luego se puso un dedo en la sien y dijo “ciencia”. “Paciencia dóctor, paz y ciencia”.

A él le salió natural, pero yo lo celebré diciéndole que la asociación había sido muy afortunada, y le dije que me iba a quedar con ella.

-“Se la regalo dóctor”, me contestó.

Por eso la tengo, porque me la regalaron de manera gamonal, muy propia del trastorno que aquel hombre tenía. Y ahora cuando sugiero paciencia, me pongo una mano en el corazón y un dedo en la sien.

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