René Arturo Villegas Lara

De los siete oficios y catorce necesidades que llenaban la realidad de las provincias, todo niño tenía que aprender algo en las vacaciones y en una de ellas se me asignó la carpintería. Tres grandes carpinteros existieron en Chiquimulilla: don Chente Vásquez, don Medardo Montepeque y don Tono Alfaro, padre de Irma Violeta Alfaro de Carpio, madre de Iván Carpio. Don Tono era un hombre elegante y distinguido y tenía el privilegio de ser el único propietario del pueblo de tener un traje completo de gabardina fina, con todo y corbata. Recuerdo que don Tono siempre estaba informado de cómo andaban las bullas en la capital, ya que escuchaba la radio en la farmacia Gonzales, cuando don Adán Martínez encendía el único radio que había en este lugar. Cuando uno le preguntaba sobre la situación política, respondía: ”-La cosa está peluda-“. Calificar como grandes a estos carpinteros es por sus enormes destrezas y habilidades en el arte de trabajar la madera, por el tamaño de sus talleres y por la variedad de objetos que fabricaban: mesas de comedor, con todo y sillas, perfectamente barnizadas con barniz de muñeca; camas con todo y cabecera; catres de lona o de pita, aptos para recibir el petate que llegaban de los humedales de San Juan Tecuaco; puertas y ventanas al estilo tradicional; fustes de madera de morro para las sillas de montar; y, cajas de muerto de madera de sauce llorón, para que, como dijo Cantinflas, hicieran juego con los lamentos de los dolientes. Don Chente, hasta fabricaba marimbas dobles; y le salían buenas, bien afinadas, aunque no fueran de granadillo. Como el taller de don Medardo quedaba cerca de mi casa, mi madre me dijo allí deberías ir parte de tus vacaciones, para ver si al fin le atinaba a uno de los oficios disponibles, después de pasar por la herrería, la albañilería, la sastrería y hasta por la oficina del correo, en donde estuve a punto de hacerme telegrafista, después de aprender la clave Morse bajo la dirección de don Tavo Escribá, en una simulación de transmisor que repicaba sobre dos espejitos pegados a una tabla. De la sastrería solo aprendí a hacer ojales y a pegar botones y de la telegrafía escasamente aprendí la letra “A”, que se transmitía con un punto y un raya. Lo que más me gustó fue lo de la carpintería, pues creo que es un oficio de artista, sobre todo cuando se usa el torno y las piezas labradas se barnizan con insistencia, hasta que se logra que brillen como si fuera un espejo. Con eso de barnizar uno llegaba a la casa con las manos pintadas, según el color del barniz, el que se impregnaba hasta las muñecas y costaba que la piel volviera a su color natural. Uno de aprendiz sin paga, hacía muchas cosas que el maestro carpintero o sus ayudantes de planta no realizaban: Hacer la cola, juntar el “aserrín” y los colochos de madera cuando cepillaban las tablas, ordenar los fierros al terminar la jornada y, de perdida, barrer el taller hasta en sus más recónditos rincones. Lo que no me gustaba era barrer el cuarto donde estaban apiñadas las cajas de muerto, de grandes y chiquitos, o sacudirles el polvo, porque me las imaginaba con el muerto adentro, con los ojos abiertos, como queriendo ver lo que ya no podían ver, porque no hubo mano piadosa que les bajara las persianas de los párpados. Las cajas de muerto se vendían muy poco, porque la gente no se moría. Todos los vecinos eran de familias longevas y costaba que se murieran, aunque muchos deambulaban por las calles con bastones de madera y los huesos sacros todos fracturados, como suele suceder en la ancianidad. Una vez llegó a instalarse una sucursal de la funeraria “A la medida”, procedente de Escuintla; y a escasos tres meses de la apertura la clausuraron, porque no vendieron ni una sola caja. Cuando terminaban de edificar una casa de adobe, después de colocar las mochetas de puertas y ventanas, llamaban al “maistro” para que fabricara el artesón en donde se colocarían las tejas. Mejor si las vigas, las costaneras y las reglas eran de cedro, para que duraran toda la vida. Fuera de barnizar, hacer la cola, usar el serrucho y alguna vez la garlopa, creo que no aprendí mayor cosa. La verdad es que había una explotación del trabajo infantil, aunque fuera con las más buenas intenciones, aunque en ese tiempo no se sabía si los niños teníamos algún derecho. Pero bien que me recuerdo algo de la carpintería, porque se cómo usar la escuadra, martillar con precisión en la cabeza del clavo y otras pequeñas labores que de mucho sirven cuando en la casa hay que hacer algún chapús. Y ahora que me acuerdo, un compañero en la escuelita primaria era hijo de don Chente Vásquez y por vivir entre las fragancias de la madera le pusimos de apodo el Cheje Vásquez, en homenaje al bello pájaro carpintero que fabrica su nido tocando tambor en los gruesos troncos de los conacastes o en los estirados y elegantes de los cocales y palmeras de la costa grande.

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