Luis Fernández Molina

Dicen que el talento es un don que pueden manejar unas pocas personas, pero el genio es algo -casi externo- que puede manejar a muy escogidas personas. Una en millones. El genio se asoma así en forma imperceptible y cuando llega, arrastra, arrebata y convierte en marioneta a su escogido. Hendel por ejemplo, escribió su monumental El Mesías en un frenesí de tres semanas sin comer ni dormir (y estaba sumido en una gran depresión). Julia Howe quedó muy impresionada después de una visita a un campamento unionista en el río Potomac, cerca de Washington; se durmió pensando en los versos y dice que a la madrugada siguiente «las líneas del deseado poema se entrelazaban ellos mismos en mi mente» y que garabateaba «casi sin mirar al papel»; así surgió el famosísimo Himno de Batalla de la República (Glory, Glory Alelluya). Son humanos predestinados a quienes las musas «les soplan» o dictan en el oído. Graham Green decía que sus escritos aparecían en su mente cuando estaba dormido.

Con estos y muchísimos ejemplos más nos hace pensar que hay ideas o archivos almacenados en alguna dimensión que pujan por emerger en la vida humana y escogen a un ser humano para servir de vehículo, de «interfase» según el léxico actual. Uno de los casos más destacados es el de Francia. Para algunos el himno más hermoso. Sin embargo, en cuanto a himnos, sucede lo mismo que con los bebés, cada uno es el más lindo del mundo, al menos así lo piensa toda madre; igual el himno del respectivo país emociona como el más sublime de todos y así debe ser.

Los himnos son, en su génesis, cantos de guerra, por lo mismo son violentos, guerreros, agresivos. Sin embargo, una posterior camada produjo himnos más sosegados, que apelan a la concordia de los ciudadanos y al amor hacia la patria. Nuestro himno guatemalteco habla de no esquivar «la ruda pelea», de la «espada que salva el honor», pero también resalta que logramos la independencia «sin choque sangriento». La Marsellesa es, literalmente, un llamado a las armas. Repite el estribillo: «A las armas ciudadanos/formen sus batallones». Lo compuso Joseph Rouget de Lisle en 1792. Fue durante ese período corto, pero turbulento entre la caída de la monarquía y el ascenso de Napoleón, cuando se desplegaba el furor revolucionario y todas las naciones de Europa, monárquicas ellas, veían con mucho recelo a los agitadores franceses y se declararon varias guerras, entre ellas Austria. Para animar el enrolamiento voluntario de ciudadanos, el alcalde de Estrasburgo encargó a los oficiales, después de una cena, a que compusieran un canto que animara a los campesinos. En esa noche Rouget compuso la celebérrima obra que originalmente se llamó «Canto de Guerra para el Ejército del Rhin.»

Usa lenguaje y figuras muy impetuosas: «Contra nosotros, la tiranía alza su sangriento estandarte»; «oís en los campos el bramido de aquellos feroces soldados/Que vienen hasta vuestros mismos brazos a degollar a vuestros hijos y esposas.» Se refieren, en el contexto primario, a los soldados austríacos. «¿Qué pretende esa horda de esclavos, de traidores, de reyes conjurados?». «Todos esos tigres que, sin piedad, desgarran el seno de su madre.» Pero lo más duro del epíteto aparece en el estribillo: «Que la sangre impura (de los invasores) inunde nuestros surcos.» Más que los ríos de sangre, se ha cuestionado lo de «sangre impura». En su versión completa es una composición larga, por eso se acostumbra cantar la primera estrofa y a veces la sexta y la séptima y el estribillo en medio. ¡Vive La France!

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