René Leiva

Ante el fallecimiento de la mujer desconocida que se ha buscado sin encontrarla –motivo metafísico de la aventura: lo incógnito, el misterio–, dichas peripecias circulares parecerían haber quedado en el limbo, inconclusas, insatisfechas, coitus interruptus… Ya no buscar en la vida sino en la muerte, el laberinto paralelo, no menos patente y patético.

En su incursión al archivo de los muertos y en esa oscuridad pavorosa encontrar en el suelo polvoriento, a su paso vacilante, un expediente y descubrir que cabalmente es el de la desconocida motivo de su afán, don José todavía no se percata de que, desde el inicio de su aventura, tantos signos y señales que le salen al encuentro no pueden ser fortuitos, una serie de meras coincidencias. Ya no. Sobre todo si, durante esta última irrupción entre el silencio y las sombras de la Conservaduría, al parecer, no estaba solo, obviamente sin él saberlo. Entonces si don José, desde su primer encuentro con el nombre de la desconocida, ha sido inducido, un tanto manipulado, llevado y traído por muy largos e invisibles hilos, dónde está su libre albedrío, su poder de decisión, el constante careo dialéctico consigo mismo, sus pequeños secretos, dudas, conjeturas…?

Literalmente con pruebas en la mano, don José, ya en su casa, deduce que la desconocida ha de haber muerto, murió, apenas ¿apenas? dos días después de que él perpetrara su lamentable intrusión en el colegio, aunque tan simple conclusión cronológica entra en conflicto con el tiempo subjetivo, el de las percepciones e impresiones más íntimas e intransferibles, no cuadrables ni convertibles a una realidad objetiva. ¿Sabe don José, lo intuye, que él es un porfiado metafísico, de entraña, de médula y neuronas?

Ante las trece fichas de la desconocida cuando colegiala en su poder, con las respectivas imágenes, ambiguo y contradictorio, don José se dice o quiere creer, ahora, que la desconocida ya había muerto en esos retratos engañosos, aquella niña cabalmente muerta en un pasado de fugaces fijaciones en el papel. Acaso, para los llamados fines prácticos, siempre estuvo muerta, en otras memorias. ¿Qué tan muerto se está en el pasado a pesar de la continuidad en el vivir? ¿Puede, a ratos, ser don José un metafísico pragmatista/positivista?

Con todo, no obstante, tratando de convencerse a sí mismo mediante argumentos de descarnada lógica que la muerte de la desconocida es sólo una muerte más entre todas las muertes, sin ninguna importancia para nadie, ¿él incluido?, alguna íntima, profunda falta de verdadera convicción lleva a don José a pensar en visitar a la señora del edificio donde la desconocida viviera de niña, un último recurso de sus reflexiones desencantadas y resignadas para que la aventura continúe ¿más allá de la muerte?

Y ya subido al autobús, a la hora del crepúsculo, frente a la Conservaduría, don José alcanza a ver cuando su jefe, el conservador, sube los escalones, abre la puerta y entra al edificio. Lo insólito, asombroso, inaudito, increíble de tal visión activa en don José una serie de pensamientos conjeturales y antagónicos, absurdos, sensatos, derrotistas, conciliadores…

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Aunque en Guateanómala, el país de la eterna, la lucha de clases y las ideologías siguen con sana/insana vigencia, ciertos derechistas hablan con desaire de la derecha y ciertos izquierdistas (o seudo) hablan con el mismo desaire de la izquierda, según el costumbro.
O sea, es decir, en otras palabras…

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