René Leiva
Don José no es exactamente una víctima del azar, la casualidad, lo eventual, lo fortuito… Más bien parece un elegido, alguien predestinado por sucesos nimios para ser portador/protagonista de un encadenamiento de tales nimiedades y así configurar una historia, su aventura; al menos hasta el momento en que descubre que la mujer desconocida, su desconocida, está muerta. ¿Cómo dos desconocidos entre sí, un hombre y una mujer, pueden vincularse en diferentes espacios y tiempos, y que dicho vínculo, de todos modos, esté perdido entre todos los nombres? Y muerta sin haberla encontrado. Muerta ha poco porque don José descubre que una recién nacida de casi igual nombre (ahora) ocupa su lugar en el Registro Civil. ¿Inhumano, demasiado humano humor de la paradoja? ¿Para quién?
Ante la pérdida de la mujer buscada y al cabo desvanecida, ni siquiera queda el albergue de la melancolía porque en la memoria no existe mínima huella germinadora de nostalgia. (A menos que…) Ha sido tal la aridez de la búsqueda que sólo podía desembocar en la muerte, en nada, en ninguna evocación sensible de la mujer concreta que con el tiempo pudiera cuajar en deleitable nostalgia, aunque a pesar de todo el amor sigue invicto, porque voluntad, sensibilidad e imaginación siguen invictos, vigentes.
Por su naturaleza documental y archivística, de escritura y papel, de orden y método, la Conservaduría General es otro mundo, pero reflejo y paralelo al real objetivo y existencial, donde vivos y muertos llevan una relación y proximidad mucho más tolerable, cada cual en su ficha y su anaquel y su estante. Si bien, como en el de los vivos, el mundo de los muertos multiplica con creces a aquel y, semejante a los cementerios, necesita ampliarse; o ser destruido por cataclismos, volver a homogeneizarse con el suelo, ser humus, aminoácido, proteína primigenia, transquímica de la amnesia… (Cuando la lectura se expande en círculos excéntricos…)
Terminada su búsqueda en la ciudad de la mujer viva, don José emprende la busca de la mujer muerta, su ficha, precisamente en los estantes de los muertos, al fondo de la Conservaduría, siempre de noche, por supuesto, y esta vez con un rollo de cuerda y una linterna para guiarse y no perderse en el laberinto de los nombres. Quiere don José cerciorarse que la desconocida, aparte de haber muerto en la realidad de afuera, está ciertamente muerta, según el dato conciso, en el pequeño cuadrilátero de cartulina ahí y allí adentro. ¿Qué importancia tiene, o no la tiene, descubrir a mitad o al ilusorio final de la aventura que ni el azar ni la libertad existen?
Más que en el tiempo de los relojes y los horarios, de los calendarios, días y noches, la aventura transcurre dentro de un espacio mental y anímico, atemporal o intemporal, que dilátase o contráese según los hechos impresionan y alteran una psiquis que acomoda y desacomoda dichas impresiones en una misma fracción de segundo.
Cada humano es un cronómetro que se adelanta o atrasa más o menos a capricho; que literalmente no mide el tiempo en segundos, minutos, horas; en que pasado, presente y futuro (o en otro orden) no siempre están en el ayer, el hoy el mañana (o en otro orden).
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(En el país de la eterna las mujeres, los niños y los ancianos son enemigos y víctimas naturales de los ombres sin hache, que por su falta apenas son umanos sin hache.)