Isabel Pinillos – Puente Norte
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Cae la lluvia en mi ventana. La veo tras los cristales, como una fuente del cielo que refresca y hace sumirme en melancolía. Mientras suena el chipi chipi de la cortina de finos hilos verticales, caen gotas gordas, con un susurro constante, limpiando el aire y el ambiente. A mi perro le encanta beber de los charcos, disfrutar del sabor del firmamento. Bendición y tormento.

Pero este líquido vital, como elemento esencial de la naturaleza en los últimos días, ha traído desesperación y nos ha hecho recordar a los guatemaltecos cuán vulnerables somos ante la misma. El viernes por la tarde, esa misma lluvia visitó la ciudad. Caía incesante sobre el concreto y el metal de la carrocería de un gigantesco tren amorfo de vehículos motorizados, que expulsaban vapores tóxicos hacia nuestros pulmones y psiquis, en una anarquía vial que convirtió un viaje que debió tardar una hora, en una pesadilla de cuatro.

Sigo pensando que es la lluvia la que al comenzar el invierno revolotea las bacterias, inventando nuevas enfermedades y formas de morir en los lugares más marginales, más pobres sin educación. Las casas de salud dejan de contar los casos de diarreas, hepatitis, intoxicaciones por alimentos y rotavirus. Lluvia nefasta que arrastra con todo lo que se le atraviesa.

Nuestra protagonista, ayer, a las cuatro de la madrugada descendió sobre los Cuchumatanes, en la tierra de los kanjobales, San Pedro Soloma. Una madre con sus cuatro muchachitos viajaban en un microbús hacia la cabecera de Huehuetenango, en el preciso momento cuando la ladera que bordeaba el camino se desplomó a causa de la saturación del suelo. Imagino el vehículo colgando de las laderas, deslizándose por una empinadísima autopista a causa del lodo, sin barrera contra el cortante precipicio. Quisiera imaginar que apenas fueron segundos antes del impacto donde once personas quedaran súbitamente sepultadas. Lo más doloroso de la historia es que en estas lejanas veredas, abandonadas por Guatemala y su Estado, la tragedia se acepta con naturalidad y hasta con resignación providencial. Cuando a un lugareño lo entrevistaron sentenció: “Esto nos pasa porque no respetamos a Dios”.

Es precisamente de lugares del altiplano como estos de donde provienen miles de chapines que han decidido dejar este paisaje absurdamente bello para hacer el viaje hacia el norte, escapando del retraso y de la falta de oportunidades. Es por las masivas migraciones que Estados Unidos ha dicho basta ya. Cerramos fronteras. ¡Cruz y calavera! Es justo ahí, en confines como estos –en donde se vive de las remesas– a donde debe llegar el desarrollo. Para que no se larguen, para que una simple lluvia –la misma que alimenta, reverdece y hace crecer el maiz y el frijol– no los destruya. Mientras el plan de la llamada “prosperidad” no llegue a cada uno de estos rincones abandonados, solo seguiremos viendo llover sobre mojado.

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